La Vida también se Piensa

Spread the love
  • Círculo de Viena». Sus miembros defendían una visión «científica» del mundo, afianzada en el empirismo y la inducción, y eran adversarios confesos de cualquier exceso intelectualista. El universo cultural estaba saturado de pomposos sistemas filosóficos y literarios que relataban mundos ficticios, alejados de la realidad fáctica de la vida, tanto social como personal. La metafísica, la especulación filosófica acerca de la realidad y sus estructuras, representaba el punto central de su crítica. Considerada hija del idealismo platónico, establecía la existencia de dos mundos —el de las ideas, el realmente verdadero, y el de las realidades materiales, burdas copias de esa idealidad arquetípica— y ofrecía una versión gratuita y deficiente de la realidad. Para este Círculo, la única fuente de conocimiento se hallaba constituida por el mundo empírico y la única filosofía posible era la positivista, es decir, la que nace del empirismo y sus datos. La existencia de este Círculo, su existencia ofrece un testimonio del ambiente cultural que se vivía en Viena. Ante la crisis de identidad de una idea de civilización que ya no se reconocía a sí misma, había que buscar nuevas bases para la certeza y la verdad; la palabra la tenía ahora la ciencia. A ello hay que sumarle la experiencia de la Gran Guerra (1914-1918), que vino a corroborar la caducidad del modelo social, cultural y económico occidental del momento. Aunque hoy en día pueda parecernos un contrasentido, no pocos intelectuales y críticos sociales vieron en ese conflicto la posibilidad de una revolución, de un renacimiento vital a todas luces necesario. Hasta ese extremo llegaba el hastío.

  • Y ese alguien se pregunta por su propio enigma. Por eso las interrogaciones radicales están ahí, esto es, aquellas que se cuestionan no ya cómo es su realidad, sino por ella. Las mismas que llevaron a un servidor a preguntarse si estaba en un bucle paranoico: ¿por qué existimos?, ¿por qué existe lo otro?, ¿por qué el mundo es como es? O incluso, ¿por qué no controlo mi inconsciente?Preguntas que puede que no lleven a ninguna parte desde una visión psicoanalítica y un verdadero quebradero de cabeza en función de cuándo irrumpen. Pero tarde o temprano aparecen. Son interpelaciones democráticas y republicanas que afectan hasta al más sabio de los sabios y que, cuando de verdad se cuestionan, ponen en entredicho la vida entera, lo cual puede suceder en cualquier momento, es decir, ante un suceso traumático, a la espera de una operación médica, ante un imprevisto, sentado en una plaza o esperando el metro. Va de soi con vivir, así que reprimirlas sí que puede resultar patológico.

  • Jaspers mostró interés por el psicoanálisis durante muchos años, pero cuanto más familiares le eran sus posiciones, menor credibilidad le transmitían. Se refiere a él como una especie de creencia que se asienta en cinco grandes puntos: 1) todo lo que sucede en el hombre tiene su sentido interno, es decir, todo simboliza algo; 2) pretende ofrecer un conocimiento total a la experiencia humana; 3) el malestar psicológico se refiere a algún tipo de desorden evitable, de modo que se culpabiliza al ser humano de su mal; 4) por eso se asume, en mayor o menor medida, una visión a priori de lo que es la plenitud de una vida humana saludable; 5) entre sus partidarios se da una adhesión, casi fanática, a la causa del psicoanálisis.

  • Es el famoso giro copernicano, operado en última instancia por la filosofía de Immanuel Kant: del mismo modo que la Tierra ya no es el centro del universo, sino que a través del Sol se explica el movimiento de esta, el ser humano se sitúa como punto central del conocimiento. El hombre no solo interpreta la realidad, descubriendo las leyes mecánicas que la estructuran, sino que es capaz de interactuar con ellas para superar los límites naturales que le son impuestos y «progresar». Los incipientes desarrollos de la moderna medicina, la ingeniería de vehículos o la arquitectura remiten a esta época. El hombre moderno se sentía con fuerzas. Había descubierto su poder y su capacidad de poner todo bajo la luz de la razón. Ratio, que significa «cálculo», era la primera evidencia, lo incuestionable, de manera que todo tenía que pasar por su filtro. No se necesitaba ningún «dios revelado» para explicar o estructurar el mundo, así que la tradición perdía relevancia frente al futuro abierto del hombre y los límites de su mundo. Precisamente de los albores de la Modernidad datan los viajes de Cristóbal Colón a América.

    A la Edad Moderna le sucedió el siglo XIX, y con él se afianzó el positivismo. Para esta concepción del mundo el único conocimiento auténtico es el empírico. El positivismo se consolidó a principios del siglo XIX en Francia e Inglaterra y rápidamente se extendió y desarrolló por el resto de Europa al popularizar la idea de que todas las actividades filosóficas y científicas debían efectuarse únicamente en el marco del análisis del método científico, que es el de los hechos reales verificados por la experiencia. Auguste Comte (1798-1857), principal impulsor del positivismo en Francia, dividía la historia en tres grandes estadios, sucesivos y progresivos, por los que pasa la humanidad. En primer lugar, estaría el estadio teológico o ficticio, en el cual la explicación de los fenómenos del mundo se hace por medio de entidades sobrenaturales y míticas y donde el modelo político preferido es la teocracia. A este le sigue el metafísico o abstracto, en el que la explicación de la estructura del mundo se lleva a cabo por medio de entidades abstractas. Por último llegamos al tercer y último estadio, el científico o positivo, en el que son leyes positivas y verificables las que dan forma a la explicación de los fenómenos del mundo, y donde el modelo político que domina es la tecnocracia científico-industrial. Según este esquema, el desarrollo humano es proporcional al avance científico-técnico, un ideal que aún hoy goza de mucho crédito. En la actualidad se habla casi utópicamente de transhumanismo, un término acuñado en 1927 por el biólogo Julian Huxley que en su vertiente tecnocientífica designa la voluntad y el convencimiento de que la especie humana puede trascenderse a sí misma y superar por medio de la tecnología sus límites biológicos. El biomejoramiento (ciber)humano, su leitmotiv, es toda una declaración de intenciones.

  • Ya en la Antigüedad clásica, filósofos y científicos se preguntaron por el lugar en el que se encontraban las funciones sensoriales, motoras y mentales del ser humano. La mayoría de ellos decían, como Empédocles o Aristóteles, que era en el corazón, una concepción antropológica que provenía del antiguo Egipto y que explica, por ejemplo, el origen etimológico del verbo «recordar» (cor, «corazón»). Otros, como Hipócrates, consideraban que era el cerebro el centro de gravedad de dichas funciones. No hay que ser muy perspicaz, con todo, para saber apreciar una relación directa entre el desarrollo del positivismo y el avance del conocimiento neurocientífico. El siglo XIX es el gran punto de arranque de lo que hoy se considera neurociencia. Con el descubrimiento de la localización de la función cerebral en el córtex y la estimulación eléctrica en dicha zona se ponían las bases para el estudio autónomo de la actividad cerebral que anticipaba el gran hallazgo: la neurona.

  • Sorprendentemente, Roth no se tiene por un científico reduccionista. En una entrevista de 2014 concedida a Der Spiegel considera que, si bien el «alma» es una estructura cerebral que se explica por la misma evolución —de ahí que los animales también tengan alma para Roth, en el sentido de que probablemente compartan una conciencia del mundo y una conciencia de sus emociones, como los humanos—, la reflexión acerca de lo que somos para nosotros mismos está siempre ahí.

  • Conviene diferenciar emoción de sentimiento. «Emoción» se refiere al movimiento hacia fuera de lo vivido, es decir, al acto de conducta que es producido por un estímulo externo al organismo que lo lleva a cabo. Es reactiva y comunicativa, y nace de la misma disposición cerebral para ello. En cambio, «sentimiento» es la sensación elaborada y rememorada de esa emoción y guarda relación directa con una especificidad muy humana: la autoconciencia.

  • Pensemos en el miedo más radical de todos, el que nos suscita la muerte. Morir es sin duda un hecho biológico, pero su fuerza reside en su peso existencial. Una lectura biológica no permite más que referirse al final de una vida como si de un apagón general del cerebro se tratara. El problema, sin embargo, reside en cómo se presenta este dato, por qué se da y qué sentido tiene. Es más: gracias a miedos de esta índole se han creado a lo largo de la historia expresiones artísticas, culturales y hasta científicas que asumimos como «progreso». ¿Cómo explicar los avances de la medicina si no es por la voluntad de no sufrir, de no morir, de alargar la vida o de sacar el mayor provecho posible a nuestras capacidades de bienestar?

  • Sin miedo no hay rebeldía; sin rebeldía no hay camino. Así que el problema no es el miedo en sí, sino la utilización que se hace de él. Puesto que vivir es aleatorio e inseguro por definición, de ahí emerge un problema ético y político de primera magnitud. Según cómo se gestione, esta precariedad existencial puede abonar una solidaridad comunitaria o llevar a la germinación de un poder opresivo sobre la vida corporal (biopolítica) que influye directamente en la convivencia de los individuos, consigo mismos y con sus semejantes.

  • autoconciencia» como la capacidad de ser consciente de que se es consciente, y en consecuencia de que se siente. Seguramente por eso, porque remite a la autoconciencia individual, el miedo, como otros sentimientos fundamentales, es tan personal e intransferible. Cada cerebro elabora su propia historia a partir de la propia capacidad cognitiva. Cada cerebro se siente a su manera.

  • Así que tan perjudicial es para la vida feliz la represión de los placeres mundanos como la entrega acrítica a ellos. Lo mismo sucede con las preocupaciones y los temores. Hace falta un juicio sereno y ponderado para poder domar su influencia en nosotros. Si son situaciones afrontables, cuando lleguen ya lo haremos, y si no lo son es inútil preocuparse por ellas con antelación, porque de todos modos sucederán.

  • Habitamos en el tiempo, pero evitamos la temporalidad porque nos angustia. Pretendemos permanecer en un continuo presente que controla su futuro y que deja que su pasado se difumine lánguidamente. Pero lo que ha sido ya no volverá a ser y cada vez queda menos para llegar al instante final. Decimos saber que es inevitable morir y consolarnos con eso, aunque en el fondo nos cuesta aceptar que algún día eso sucederá de verdad. No queremos acabarnos, y si lo deseamos es porque consideramos que esta vida no merece ser vivida —otra, tal vez. Es incómodo, y hasta contradictorio, pensar el final cuando se trata de desarrollar un proyecto de vida, reconozcámoslo. No obstante, si, como se dice, las cosas se valoran cuando se pierden, no parece muy lúcido esperar a perderlas completamente para luego lamentarse de no haber dedicado más tiempo y energía a ellas. Las respuestas de cómo hay que vivir no vienen por arte de magia. Requieren, como relata Iván Ilich, experiencias y cuestionamientos límite que nos tensionan al máximo. Es la realidad, y negarlo no es en ningún caso una buena estrategia, más si nos referimos a la muerte y sus caras. Entre otras cosas porque eso nos hace pensar en la vida.
  • Para los griegos, el amor era polisémico. No es lo mismo amar a una persona que desearla, o amar a la familia que a los amigos, o querer a los seres vivos y al universo en general. Por eso su tradición habla de cuatro grandes tipos de amor: storge —un amor fraternal, comprometido y estable que evoca un sentimiento protector y filial—, philia —solidaridad, hermandad y amor al prójimo, que suele traducirse por amistad—, eros —un amor apasionado y sexualizado que tiene que ver con la idealización del momento— y agape —el amor más incondicional y universal, que se extiende al bien de todo ser, desde el más inferior al más superior.
  • Es incómodo, y hasta contradictorio, pensar el final cuando se trata de desarrollar un proyecto de vida, reconozcámoslo. No obstante, si, como se dice, las cosas se valoran cuando se pierden, no parece muy lúcido esperar a perderlas completamente para luego lamentarse de no haber dedicado más tiempo y energía a ellas. Las respuestas de cómo hay que vivir no vienen por arte de magia. Requieren, como relata Iván Ilich, experiencias y cuestionamientos límite que nos tensionan al máximo. Es la realidad, y negarlo no es en ningún caso una buena estrategia, más si nos referimos a la muerte y sus caras. Entre otras cosas porque eso nos hace pensar en la vida.
  • Para los griegos, el amor era polisémico. No es lo mismo amar a una persona que desearla, o amar a la familia que a los amigos, o querer a los seres vivos y al universo en general. Por eso su tradición habla de cuatro grandes tipos de amor: storge —un amor fraternal, comprometido y estable que evoca un sentimiento protector y filial—, philia —solidaridad, hermandad y amor al prójimo, que suele traducirse por amistad—, eros —un amor apasionado y sexualizado que tiene que ver con la idealización del momento— y agape —el amor más incondicional y universal, que se extiende al bien de todo ser, desde el más inferior al más superior. virtudes cardinales: la templanza, la fortaleza, la prudencia o la justicia.
  • El eros es, por propia naturaleza, insatisfacción. El mito de su nacimiento da cuenta de la trágica convergencia de la opulencia y la carencia. Eros tiene la fuerza de desear lo que no tiene, pero cuando lo obtiene, deja de desearlo. Es la misma gracia que muchos le encuentran al juego erótico. Gozan más del proceso de cortejo y de conquista de aquello deseado que del cuidado de la meta lograda.
  • En otra formulación, el rechazo a lo utilitario queda todavía más claro. Estaremos actuando bien para Kant si obramos de tal forma que tengamos «a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como fin y nunca simplemente como medio». No vale con tenerse a uno mismo como fin y a los demás como medios; o, al revés, con poner al prójimo siempre por delante y relegarse uno mismo como medio. Somos morales porque vivimos en un sistema de creencias y somos éticos porque nos preguntamos si ese sistema es bueno.
  • Para saber si se está en el camino de la buena ponderación, Aristóteles considera imprescindible acudir a la razón. El ser humano, como ser racional que es, dispone de una herramienta única que debe desarrollar para encontrar esa felicidad. Aquí Aristóteles no se encuentra muy lejos de Platón o de Kant, ya que también para él la razón es lo que hace diferente al ser humano del resto de seres, de modo que en su cultivo se encuentra su especificidad y singularidad.
  • Acorde con este espíritu, la ética de Aristóteles es consecuencialista. Frente al deontologismo ético, decíamos, se alza el consecuencialismo, un modelo de reflexión ética que parte de las consecuencias de las acciones llevadas a cabo. Lejos de buscar la verdad de la ética en la idea del Bien, Aristóteles remite la bondad de la acción a las consecuencias de los actos que se pretenden llevar a cabo. Por eso Rafael Sanzio lo pinta en la mencionada La escuela de Atenas con la palma de la mano derecha hacia abajo, mientras que con la izquierda le hace sostener uno de sus libros sobre ética. Del consecuencialismo no se deriva una concepción caprichosa de la ética. La de Aristóteles es una ética teleológica, es decir, que se dirige a un fin concreto (telos, «fin» en griego), de modo que todo debe estar orientado a la consecución de este fin. Para el estagirita el fin último de todos los fines concretos es la felicidad. Pero por «felicidad» no hay que entender el placer, el honor ni el poder. El bien supremo al que puede aspirar el hombre es a perfeccionarse a sí mismo, llevando a cabo y al máximo las posibilidades de su ethos, su carácter. La vida feliz no es hacer lo que a uno se le antoja, sino ser capaz de ponderar bien si eso que a uno le apetece le conviene en realidad a su proyecto de felicidad.Ser virtuoso es imprescindible para aspirar al proyecto de una vida buena, de una vida feliz, dice Aristóteles. Dependiendo del horizonte de felicidad se potenciarán unas virtudes por encima de otras, pero en toda persona virtuosa aparece una misma constante: su virtuosidad depende directamente de su prudencia. Por eso, para él, solo la persona prudente es la que puede aspirar en realidad a ser feliz. En la ética aristotélica la virtud se relaciona con la fuerza o capacidad para realizar alguna cosa. «Virtud» proviene del latín virtus, que remite a vir, «hombre», y de ahí, por ejemplo, virilidad. Más allá del denunciable machismo cultural que la idea destila, una persona virtuosa es aquella que es capaz de llevar a cabo una determinada acción de forma satisfactoria. Y lo es porque ha adquirido esa posibilidad, esa potencia. Las virtudes son hábitos que se desarrollan a lo largo del tiempo y que dan como resultado una disposición.
  • En situaciones de gran complejidad, cuando las decisiones a tomar parecen tener un alcance más grave que en tiempos ordinarios, se suele apelar a la prudencia. Como si se tratara de un antídoto ante el peligro, al reclamarla uno espera poder templar y redirigir unos impulsos que, sospecha, pueden comportar más complejidades. Con todo, decidir con prudencia no implica necesariamente ser conservador o timorato ante una determinada situación. Incluso puede ser todo lo contrario.Aristóteles la define como la capacidad de descubrir por medio de la deliberación racional el bien de la acción a emprender. Es decir, es la habilidad de saber encontrar por medio de la reflexión qué hay de óptimo y qué no en las acciones que se quieren llevar a cabo. Por lo tanto, la prudencia es el esfuerzo lúcido por leer correctamente una situación y encontrar, tras considerar todas las opciones posibles, aquella acción que ayude a solventar de manera satisfactoria el problema.Una conducción prudente, por ejemplo, es aquella que no se pone en riesgo a sí misma ni amenaza la de los demás; y es obvio que para ello el exceso de velocidad supone una grave imprudencia. Pero conducir a una velocidad demasiado lenta puede ser igual de arriesgado. Por eso es en el justo medio entre los extremos donde se encuentra la opción óptima. No en vano, el código de circulación establece tanto una máxima como una mínima. Ser prudente no implica, pues, tomar una postura conservadora. Al revés: comporta desechar cualquier opción que se considere timorata. La virtud aristotélica se halla en el justo medio entre los extremos. ¿Cómo saber a qué velocidad exacta hay que conducir? Pues dependerá de la situación: si es de día o es de noche; si llueve o no; si hay mucho tráfico o no, etc. El justo medio de cada situación remite a la situación misma, y es la prudencia, la virtud dianoética,ionado que emana del imperativo o de la interpelación absoluta del «otro», sin paliativos, contraponemos la dialéctica que mira desde «abajo», que asume la relatividad de la felicidad y el bien para cada uno como un proceso de constante construcción acorde con los vaivenes de las contingencias. Tampoco hay que caer, por ello, en la distopía, un concepto atribuido al propio Stuart Mill, que, en oposición a la utopía, plantea la elucubración teórica de un modelo que lleva al extremo posibilidades no deseables.

  • Llevarse bien con los demás es un arte, quizás el más exigente, pero no una utopía. A la dialéctica que parte de «arriba», del deber incondicionado que emana del imperativo o de la interpelación absoluta del «otro», sin paliativos, contraponemos la dialéctica que mira desde «abajo», que asume la relatividad de la felicidad y el bien para cada uno como un proceso de constante construcción acorde con los vaivenes de las contingencias. Tampoco hay que caer, por ello, en la distopía, un concepto atribuido al propio Stuart Mill, que, en oposición a la utopía, plantea la elucubración teórica de un modelo que lleva al extremo posibilidades no deseables. Una vez más, Aristóteles, el término medio entre las luces y las sombras: ni enteramente egoístas ni ingenuamente dadivosos, sino prudentes.«Entre el absolutismo y el relativismo, entre el emotivismo y el intelectualismo, entre el utopismo y el pragmatismo», la cuestión es «si el hombre es capaz de algo más que estrategia y visceralismo. Si es capaz de comunicarse. Si es capaz de compadecer».19 Rompamos una lanza por nosotros mismos y digamos que sí, que somos capaces de eso y de más audacias. Los humanos no somos una pasión inútil.

  • Decidir con prudencia no implica necesariamente ser conservador o timorato ante una determinada situación. Incluso puede ser todo lo contrario. Aristóteles la define como la capacidad de descubrir por medio de la deliberación racional el bien de la acción a emprender. Es decir, es la habilidad de saber encontrar por medio de la reflexión qué hay de óptimo y qué no en las acciones que se quieren llevar a cabo. Por lo tanto, la prudencia es el esfuerzo lúcido por leer correctamente una situación y encontrar, tras considerar todas las opciones posibles, aquella acción que ayude a solventar de manera satisfactoria el problema.La prudencia implica saber en qué terreno nos estamos moviendo, qué dinámicas entran en juego en cada momento y cómo desentrañar las posibles consecuencias de las decisiones planteadas para decidir, entre ellas, cuál se cree que razonablemente.

  • Al igual que los epicúreos, el objetivo principal para los estoicos consistía en alcanzar la felicidad. Para el estoicismo la estructura del mundo era sencilla. Hay dos principios: uno pasivo, que es la sustancia material, y otro activo, que es la razón activa en la materia, la divinidad. La realidad es una sola cosa: materia ordenada, un gran universo orgánico, perfecto en sí mismo, donde lo particular está relacionado con lo universal. La tarea del sabio consiste en conjugar sus propios deseos con los del «destino», con el orden necesario de la totalidad. A veces el mundo converge con los propios deseos, pero en muchas ocasiones eso no es así. Entonces hay qJue entender que el cosmos siempre es más, porque es Dios mismo, y el orden necesario de los acontecimientos el mejor posible. Para los estoicos, vivir conforme a la naturaleza es vivir conforme al plan necesario de Dios, alineado con la razón del mundo.Cuidarse es la principal tarea en la vida del estoico, pero en un sentido poco exultante. Conviene adaptar los deseos a la totalidad para no sufrir demasiado. Por eso también se deben mantener a raya las pasiones excesivas que alteran de manera innecesaria el ánimo. El sabio es aquel que domina el arte de la apatía, que es la eliminación y mitigación de toda emoción y elemento indispensable para ser feliz, que consiste en ser impasible frente al mundo.

  • El Diccionario de Oxford ha escogido «posverdad» como la palabra del año 2016, un neologismo que denota circunstancias en las que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal. La posverdad no es más que narcisismo interesado. Y es lo mismo de lo que acusa Nietzsche a los filósofos, quienes, generando sus propias rapsodias, que toman como ciertas por puro interés, se olvidan de la vida. Si a día de hoy comprendemos que la realidad es, en gran medida, una construcción biográfica cuyas variables psicológicas, sociológicas y económicas muchas veces se nos escapan, preguntar por la verdad puede parecer trasnochado. Pero no porque dé igual lo que para uno es verdad o mentira. En la mentira no se puede habitar; se puede, si acaso, malvivir. Ciertamente, no es lo mismo inventarse toda una vida y construir una identidad alrededor de esta consabida falsedad10 que discrepar sobre el sentido de una palabra o unos gestos en una discusión, sobre todo si esta es amorosa. Pero la tragedia toma tintes de mayor gravedad en el caso de la persona o institución que, ostentando un poder, lo utiliza para generar una ola de opinión, falazmente interesada, que implica sufrimiento para los demás. Porque hay demasiadas cosas que no son precisamente ficciones: el anciano que envejece solo, la niña que crece malnutrida o el saqueo de tantos proyectos de vida decapitados a conciencia.