Habría que intentar hallar la inspiración de la vida en comunidad en la búsqueda de un punto medio armónico capaz de lograr el bien común, en la autoridad ética de los que se dedicaban a ello desinteresadamente y en el ideal de concordia ciudadana.
La única respuesta posible a la intolerancia que acaba en guerras y masacres es el conocimiento del otro.
– Autores como Martin West o el mencionado Burkert, en obras de referencia como The East Face of Helicon o Die orientalisieren de Epoche, llevan años señalando la influencia oriental en la Grecia clásica a partir de evidencias literarias y lingüísticas, culturales y religiosas que ponen de manifiesto una deuda patente, tal y como hizo Martin Bernal.
– El predominio cultural del norte de Europa desde el Renacimiento ha hecho olvidar la importancia de Oriente Medio en lo que Violet Moller ha llamado La ruta del conocimiento, un ensayo que sigue la deriva de la ciencia antigua desde Alejandría hasta Bagdad, Córdoba, Salerno o Palermo, centros de saber multicultural. Nada mejor que seguir este hilo en lugares que, suele olvidarse, fueron vitales en la transmisión del conocimiento, para reparar en la importancia de esta región como mediadora. Este prejuicio occidental se ve en el descuido con el que se trata la fascinante historia del Imperio bizantino, por ejemplo, que fue dueño de esa región durante muchos siglos, que comenzara, precisamente, con la decadencia del Imperio de Occidente en manos de los germanos. Allí se fundió el enorme legado histórico y cultural del helenismo y de Roma en una síntesis perfecta, junto al tercer elemento que habría de hacer historia en lo sucesivo: el cristianismo, que fue ante todo una religión oriental del Imperio romano y que allí comenzó su andadura y veloz expansión. Los bizantinos fueron siempre conscientes de la enorme herencia de la que eran depositarios: la filosofía y la literatura griegas, las constituciones jurídicas y la historia romanas y la primacía de la ortodoxia (o «recta fe», por la que tantas discusiones teológicas y conflictos se desataron).
– El populismo se suele concebir como una tendencia política, con una ideología más bien indefinida, que lanza continuas apelaciones a un Pueblo, en mayúscula esencialista, contraponiendo sus virtudes y su nobleza con una suerte de élite que detenta el poder político y económico y que quiere privar a ese genuino demos (o populus, según el étimo latino del que procede el vocablo) de sus derechos, identidad y opinión. También suele definir al populismo, además de esa mezcla ideológica indefinida, el hecho de que sus partidarios se consideren los auténticos miembros del Pueblo, en una peligrosa dialéctica de enemistad que tiende a excluir al adversario (y sus razones) de la esfera pública común. Está hoy de moda esta tendencia política, pero tiene antiguas raíces en la historia europea y se puede retrotraer al mundo clásico: en concreto, las tensiones políticas y sociales entre la aparición de la democracia antigua y su violento final puede que sean testimonios de una primera forma de manipulación o adulación de las masas populares para alcanzar cotas de poder inusitadas.
– Tyrannos, una palabra prehelénica que en principio no tenía connotaciones negativas, designaba a una serie de personajes que se aupaban al poder en medio de las discordias civiles de la época arcaica. Aristóteles afirma que «el tirano sale del pueblo y de la masa contra los elementos destacados» y que se genera a partir de la adulación del demos, con ataques furibundos a la clase económica más acomodada. Otras tiranías, al parecer, surgen de reyes o magistrados que rebasan el mandato constitucional y se establecen como una suerte de monarquías absolutas. Ambos tipos de tiranía abundarán en el recurso a la fuerza —por ejemplo, Pisístrato y sus hijos en Atenas y su guardia de corps—, pero nos interesa especialmente la tiranía con base popular, como la del mencionado Pisístrato, la de Cípselo de Corinto o la de Dionisio de Siracusa. La segunda clase de tiranía es más claramente una variante de gobierno aristocrático devenido poder unipersonal, aunque se puede subrayar que los tiranos, pese a su tirón popular, serán por lo general personas de alta extracción social. Como en el caso de Polícrates de Samos y otros muchos, los tiranos recibirán la alabanza de las fuentes antiguas por sus políticas benefactoras del pueblo, por su fomento de las bellas artes y por rodearse de artistas, filósofos y científicos.
– No dejemos que hoy nadie se apropie de la investigación histórica del pasado, ni desde el nacionalismo ni desde el populismo que ha irrumpido en nuestra escena actual. Y no cabe duda de que uno de los rasgos del populismo es el del miedo al otro y el desprecio a los emigrantes, rasgo del que no es tan fácil encontrar elogios en el mundo antiguo.
– Pero el mito de esa lluvia torrencial que anegó el mundo habitado y destruyó a casi toda la población no es exclusivo del libro sagrado judeocristiano. De hecho, la primera vez que se menciona este mito en la historia es en el marco de la epopeya de Gilgamesh, en la historia de Utnapistim, donde se cuenta cómo el dios Enlil decidió eliminar a la humanidad, que le resultaba molesta. El superviviente, Utnapistim, fue elegido por el hermanastro de Enlil, Ea, que le aconsejó construir un arca en la que pudo salvar a un selecto grupo de mortales. Otro relato parecido, que se recoge en las tablillas sumerias, es el de Ziusudra, mientras que en la tradición acadia existió también un poema que menciona el diluvio universal. En las escrituras sagradas de la antigua India se habla del mito de Manu, el primer hombre y primer rey, que fue avisado del diluvio por una encarnación de Visnú para que salvara a su familia y a una selección de animales y repoblase el mundo a partir de entonces. En las tradiciones amerindias de los taínos, incas, mexicas, guaraníes, mapuches o chibchas también existe el mito, y su versión más conocida, que refiere Fray Bartolomé de las Casas, cuenta el Butic o diluvio universal maya. Mención especial merecen el diluvio guaraní, causado por Ñamandú, o el inca, por Viracocha, que nos recuerdan que son los dioses principales los que suelen provocar la inundación. También merece la pena citar a los moussaye, en el Chad, o la leyenda de la Gran Inundación de Yu, en China, para dar idea de la extensión del esquema mítico.
– Deucalión y Pirra obraron como indicaba el oráculo y para su sorpresa, tras recoger y arrojar las piedras tras ellos, estas empezaron a crecer y a adoptar forma humana. La escena la pintan Beccafumi en 1520, Rubens en un cuadro de 1636, Castiglione en 1655 y Picasso en un grabado de 1931. El barro y el limo del diluvio se adhirieron a estas siluetas y modelaron la carne y la piel, mientras que las piedras formaban los huesos. Y de las piedras arrojadas por Deucalión salieron los hombres, mientras que de las que tiraba Pirra nacían las mujeres: por eso, cuenta el mito, la raza humana que nació después del diluvio es dura como la piedra y apta para trabajar y servir a los dioses. El mito del diluvio griego fue transmitido por poetas como Píndaro u Ovidio y ha tenido algunos cruces interesantes, en la tradición del arte y la literatura occidentales, con el diluvio bíblico.
Hay quien compara el posible maremoto de Tera-Santorini, acaso relacionado con este cúmulo de causas del final de la civilización del Bronce, con el terrible tsunami del sudeste asiático en 2004. Lo relevante para nuestro propósito en esta sección no resulta difícil de explicar a la luz de lo que sucede en la actualidad. Sobre la caída, el fin de la civilización, hay una serie de causas —clima, migraciones, epidemias, guerras o desastres naturales— que se relacionan con un patrón mítico de eterno retorno. El Ragnarök, el fin del mundo y la destrucción de la humanidad y sus edades en catástrofes cíclicas, como vimos al hilo del diluvio, son temas básicos de la mitología y el folklore. La historia, en este caso, no hace sino repetirlos en una superposición sin solución de continuidad.
En primer lugar, el ciclo épico acerca del asedio y la destrucción de esa ciudad ha marcado la literatura y el pensamiento de Occidente desde la más remota antigüedad. La Ilíada, el cantar de la guerra legendaria en torno a las murallas de Ilión, es la más genial concreción de esa larga tradición oral que transmitía de generación en generación las hazañas de los héroes que murieron en la guerra de los orígenes. Se centra en un momento concreto, la cólera de Aquiles, como se ve en la invocación a la musa para que asista al poeta en su sacra misión de conmover al pueblo contando de nuevo esa historia inmortal: «La cólera canta, oh diosa, de Aquiles hijo de Peleo» (Menin aeide, thea, Peleiadeo Achileos). Su público no necesita más antecedentes, todo comienza in medias res y depende de la tradición mítica. Lo genial del bardo llamado Homero, y por lo que es cuna y cima de toda literatura, es saber concretar en una narración de cincuenta días escasos del décimo año de guerra la gloria y la miseria del ser humano: desde la ira egoísta de un guerrero cruel y los lances más sangrientos hasta la reconciliación final entre dos rivales que se miran a los ojos entre lágrimas y reconocen la tragedia de la mortal condición humana.
Es imposible saber a ciencia cierta cuándo se ideó la historia de la caída de Troya. Tradicionalmente se afirma que la Ilíada fue compuesta por aquel mítico poeta ciego, Homero, tal vez natural de la isla de Quíos, en el siglo VIII a. C. A unos cincuenta años de distancia, y según la tradición, habría compuesto un segundo gran poema épico, la Odisea. El ciclo troyano fue materia para otras muchas obras que abundaron desde la época oscura hasta el inicio de la codificación por escrito de la literatura antigua y que abarcaban desde los motivos y comienzos de esta larga guerra en la mitología, hasta la destrucción de la ciudad mediante la estratagema del caballo de madera y, al fin, los regresos (nostoi) de los diversos héroes griegos a casa, como el de Odiseo. El regreso del caudillo más singular de Troya pronto obtuvo cierta independencia como ciclo de viajes y aventuras en el esquema mítico del retorno del héroe. Su inolvidable peripecia está alejada de la épica guerrera tradicional y tiene una notable modernidad y atractivo: el largo errar por los mares del ingenioso Odiseo se combina con las intrigas en la corte de Ítaca entre la leal Penélope y el esforzado Telémaco hasta el ansiado happy ending del reencuentro. El rey itacense saldrá airoso de todos los peligros gracias a su ingenio, y el tono muy distinto de la Odisea se ve ya en su incipit «cuéntame, musa, del hombre de variadas tretas» (Andra moi ennepe, Mousa, polytropon), más humano y próximo que el de su poema hermano. Poco podemos profundizar aquí en la riqueza de los poemas homéricos, sobre los que tanto se ha escrito y que se siguen traduciendo y reelaborando literariamente sin cesar.
En la próspera Europa de la posguerra, tras aquel despertar a lo moderno, el modelo socialdemócrata del Estado del bienestar había conseguido que nos sintiéramos bastante conformes con un sistema de sanidad avanzada, universal y gratuita, una educación pública de calidad y un sistema de pensiones que garantizaba una vejez digna después de una vida de trabajo. Eran varias las seguridades básicas y las garantías de cohesión social que nos tranquilizaban entonces. Pero en estos últimos cincuenta años todo ello se ha ido desmoronando irremisiblemente, como un ídolo de barro.
Se puede decir, tal vez, que ese mundo también ha llegado a su fin. Es el ocaso de las seguridades, simbolizado quizá en el colapso de la seguridad social, a la que, dicen los agoreros más precisos entre nosotros, no le quedan más de diez años. Y ¿cuál es nuestra respuesta a la crisis y al desmantelamiento? El mundo de hoy está embrutecido, ensimismado en sus pantallas. Está perdido en el espejo, como Alicia, o esperando a sus bárbaros, como el Imperio romano. Pan y circo. Esa es la única receta que se nos da. Opio y ocio del pueblo. Adocenamiento para el pueblo y despreocupación para los gobernantes.
Ante este panorama, ¿qué hacen nuestros jóvenes? Hoy ese opio tiene muchos nombres, y ellos se adormecen en el entretenimiento más banal. En otros tiempos, quizá hace esos cuarenta o cincuenta años, la gente habría salido a la calle a protestar contra el fin de la seguridad y del bienestar público. Los jóvenes callan, mientras los únicos que parecen levantar la voz son nuestros pensionistas, protestando ante los desafueros a los que se les somete.
¿Es este el «fin de las seguridades»? Quizá, pero está suavemente edulcorado por una realidad virtual que aflora en las pantallas, en los móviles de todos, de los que nadie nunca levanta la vista para no ver al prójimo y, más allá, la crisis profunda en la que estamos inmersos. ¿Podríamos relacionar esta intuición de fin de raza, en este caso del final de nuestro Estado del bienestar —haciendo una ficción histórica—, con lo que sentirían los últimos micénicos o los tardorromanos? Nuestro propio sistema político, la democracia representativa, da muestras de agotamiento. ¿Está amenazado nuestro modo de vida por turbulencias externas o internas? Habrá que abordar en páginas sucesivas cuáles son los peligros y los riesgos y qué debemos aprender de la democracia de la antigüedad para salvar la nuestra.
¿Cómo mirarnos hoy, como ciudadanos descreídos de la política, en el espejo de la polis? Y ¿qué lecciones podrían extraer los políticos actuales de ella? Ahora más que nunca hay que volver la vista atrás, hacia la política clásica. Primero: aunque hoy apenas se habla del bien común —sustituido por un ambiguo «interés general»—, ese debe ser el fin del político como auténtico servidor de la comunidad que no sea ajeno a las palabras sacrificio y lealtad. Segundo: frente al político como profesional privilegiado, alejado de la realidad y de sus conciudadanos, el buen gobernante debe dejar de lado los intereses personales, creer en la justicia equitativa y fomentar la concordia entre sus semejantes, sin ansiar, por cierto, remuneración alguna. Tercero: la autoridad del político no se basa en el poder o el miedo, sino en una doble razón, la que le confiere la comunidad y la derivada de su ética política, que lo hacen idóneo para la gestión pública. En el marco de nuestra actual crisis de la democracia, impugnada por unos y otros extremismos y populismos en Europa y las Américas, no está de más volver la vista atrás para ver cómo los antiguos afrontaron la dinámica de lo colectivo y lo individual basando su arquitectura constitucional en la libertad, la igualdad, la palabra y la moderación. A eso se dedican las siguientes páginas.
La cara institucional de estas leyes fue la reforma de los órganos legislativos y la elección de magistraturas por sorteo. Se potenció la ekklesía como sede de la soberanía del demos ateniense, se aumentó el número de miembros de la Boulé, la asamblea representativa de cada tribu, y se abrió el sistema a las clases populares. Se reformó, además de la función legislativa, la función de control del sistema legal; por una parte, mediante un recurso a las leyes que se considerasen injustas y, por otra, con el control de los particulares mediante la recusación de magistrados o la denuncia pública de quienes atentaran contra la constitución. La idea clave de sus reformas es la isonomía, o igualdad ante la ley. Bajo los auspicios de su demokratía, en fin, se sientan las bases de lo que será un nuevo patriotismo constitucional, de la ley frente a la tribu.
Siempre hay que desconfiar de quien invoca el nefasto ideal romántico de un ethnos preconstitucional para volver a la tribu y de toda política basada en la idea etnicista del Volk. Superar esa etapa tribal fue la gran victoria de Clístenes, y sobre ella descansan las modernas democracias desde las revoluciones burguesas a esta parte. No lo olvidemos. Ante el peso de las viejas alianzas tribales, clanes o lazos de sangre o cofradías religiosas, se inauguraba una época de imperio de la ley que desde entonces iría indisolublemente ligada a la democracia como razón justa, armónica y equilibrada para medir las relaciones sociopolíticas en el seno de la comunidad. Y todo bajo la dirección de artífices políticos de consenso y prestigio social que, como Clístenes, lograron realizar ese paso de gigante en la historia de las organizaciones humanas.
En el debate público se echan cada vez más de menos voces que transmitan ejemplaridad y honestidad, referencias basadas en una autoridad de prestigio merecido por consenso público, que los antiguos griegos y romanos, fundadores de los primeros mecanismos de gobierno participativo de la historia, llamaron semnotes o auctoritas. A veces, el matiz con el que se han estudiado estos conceptos remite al mundo de la retórica política, pero estos aluden sobre todo a la idea de la confianza en quien, independientemente de sus responsabilidades, emite un discurso calificado de autorizado, honesto, serio y que, en definitiva, sirve de guía para sus conciudadanos.
La autoridad se señala como argumento de peso para el orador, que ha de parecer un «hombre de bien» (kaloskagathós), una persona digna, competente e independiente, en lo público benigno y amable en su gravedad…la auctoritas se refiere a una legitimación en la esfera pública que proviene del saber y del valor moral que reconoce la comunidad en una persona, independientemente de su cargo o puesto, que la faculta para emitir opiniones cualificadas. Hay que recordar que, junto al sentido político-retórico griego y al jurídico-moral romano de estos conceptos, el cristianismo añadirá un nuevo matiz de honestidad al usar, por ejemplo, semnotes en las epístolas pastorales señalando la ejemplaridad de la vida cristiana, como se ve en la Primera Carta a Timoteo, tradicionalmente atribuida a San Pablo. Es interesante cómo la literatura cristiana primitiva —Clemente de Alejandría o Eusebio de Cesarea— se hace eco de la honestidad que debe regir la vida cristiana y que se desprende, en la esfera pública, del hecho de que, aunque el cristiano no se diferencia por fuera de los demás ciudadanos que viven en la tierra, como decía la magnífica Epístola a Diogneto, precisamente por dentro anhela ser «ciudadano del cielo» en virtud de ese carácter moral.
En estos tiempos en que la democracia parece consistir en que todos puedan decir de todo —a veces sin fundamento— en la avalancha de información que proporcionan los medios telemáticos y las llamadas redes sociales, se echa de menos ese discurso público ejemplar y prestigioso procedente de figuras de integridad reconocida y honesto saber en las que los ciudadanos puedan confiar. Hoy preocupa la falta de ejemplaridad honesta entre nuestros políticos, pero tal vez la solución haya que buscarla en una autoridad semejante en la sociedad civil. Antes que mirar al simbolismo de una figura sacra —monárquica o presidencial— tal vez la sociedad civil habría de protagonizar, como en toda etapa de refundación de los sistemas políticos participativos, una revolución en pos de la ejemplaridad clásica, mirando a los intelectuales y a los textos inspiradores que pudieran tomar la voz en tiempos de zozobra moral. La necesidad de la moderación, como ingrediente de la ejemplaridad, es un tema crucial que se trata en los dos siguientes apartados.
El pensamiento político aristotélico está caracterizado por la vinculación entre la consecución de la virtud humana (areté), que es particular de cada ciudadano, y la justicia y el bienestar colectivo de la comunidad. El ciudadano ideal, hombre libre, virtuoso, de media fortuna y de buen ánimo, se esforzará en el cumplimiento de sus labores políticas en compromiso con la comunidad. Para ello Aristóteles defenderá con vigor la necesidad de contar con una clase media fuerte y estable que actúe como verdadera columna vertebral de la polis. La clase media, en consonancia con las ideas filosóficas del Estagirita —que conciernen al punto medio justo o dorado (to mesotes)—, se perfila como la garantía de estabilidad para la ciudad al evitar el predominio de los extremos, es decir, las facciones de la sociedad caracterizadas por su riqueza o su pobreza, y que para él albergan el peligro de tender a la siempre perniciosa discordia civil (stasis). La política aristotélica trasluce un claro elogio de la clase media urbana y rural basado en la experiencia de los regímenes anteriores al Estagirita. Ese ideario conservador se refleja en la citada idea aristotélica de considerar negativo todo cambio político, que hace de la labor fundamental del estadista evitar las mudanzas de constitución y proteger siempre el ordenamiento jurídico del Estado. La estabilidad era, ayer como hoy, la marca de los sistemas políticos duraderos y que funcionan: por ello se nos previene sobre las reformas constitucionales a la ligera. También, y hay que tomar nota de ello, contra la destrucción de la clase media, sin la que un Estado no se puede mantener cabalmente.
La sabiduría antigua —tanto la médica y la estética como la filosofía o la política— hacía énfasis en la doctrina de la moderación como medio más deseable entre excesos y carencias. Hay que pensar, por ejemplo, en la teoría hipocrática de los humores, que cifra la salud en el equilibrio entre los cuatro líquidos del cuerpo humano, una armonía que a menudo se designa como isonomía, un vocablo que, no en vano, se consagrará como metáfora política de concordia social de la mano de la reforma democrática de Clístenes en Atenas. En la estética huelga recordar el famoso canon de la belleza y la proporción áurea, en el caso de Policleto, que también remite a estas ideas de simetría y relación armónica entre las partes y los extremos. La moderación no es solo saludable y deseable, sino también hermosa y justa.
Ya la mitología griega contenía varias leyendas con enseñanzas sobre el término medio. Una de las más célebres es la de Dédalo, artífice cretense, y su hijo Ícaro, quien, al ponerse las famosas alas para escapar del rey Minos, no siguió la sabia indicación de su padre: «vuela por el curso medio», y pereció al acercarse demasiado al sol y derretirse la cera que formaba sus alas artificiales. También para la religión griega recordemos que el centro oracular y de culto panhelénico por excelencia, Delfos (situado precisamente, según el mito, en el punto medio del cosmos), ostentaba como una de las máximas clave de la sapiencia tradicional —junto a otras de los Siete Sabios— el famoso meden agan («nada en demasía»). La moderación era la clave de la sabiduría tradicional.
El fenómeno conocido en la teoría política actual como populismo es multiforme y discutido. El propio término posee, como ya hemos apuntado, una clara connotación peyorativa en el debate político y ningún partido o grupo de influencia suele aceptar ser definido así. Se conoce —resumiendo— como la tendencia política, con una ideología más bien indefinida, que lanza continuas apelaciones al pueblo llano contraponiendo sus virtudes y nobleza con una suerte de élite o casta que detenta el poder político y económico y que quiere privar al demos de sus derechos, identidad y opinión.
En América y Europa ha tenido manifestaciones a la derecha y a la izquierda del arco político, y tampoco ha parecido importar esa taxonomía, pues este tipo de movimientos prefieren seducir a la gente con una mezcla ideológica indefinida. Pero el populismo tiene raíces antiguas en la historia europea y se puede retrotraer al mundo clásico: como ya vimos, tal vez la demagogia en el periodo de la Atenas democrática y los conflictos sociales en la Roma antigua sean testimonios de una primera manipulación o adulación de las masas populares para alcanzar cotas de poder inusitadas. Incluso se puede aducir un cierto populismo en la tiranía griega en diversas ciudades y en algunas figuras de grandes líderes griegos o romanos, como Cimón o César, que supieron hacerse con el cariño y la admiración de las clases populares mediante políticas que mezclaban lo mítico y propagandístico con las medidas socialmente favorecedoras.
μὲτρον ἄριστον: lo mejor es el punto medio
La libertad de palabra (παρρησία, el «decirlo todo») se relacionaba en un principio con una idea religiosa procedente de la noción de edad de oro, como se ve en las festividades de la antigüedad. Había momentos, en fiestas como las Antesterias atenienses, en las que el orden establecido se subvertía durante algunos días. Eran intervalos de caos necesarios para asegurar los fundamentos del orden, y en el marco de las utopías religiosas la libertad de expresión era típica de estas ocasiones. Muy relacionada con los misterios estaba la posibilidad de proferir invectivas con referencias hirientes para personajes de la sociedad. Esta «parresía» estaba patrocinada por ciertas divinidades que retrotraían a la comunidad a un estadio prepolítico en el que todos éramos iguales y no existían las diferencias o convenciones sociales. Como restos de esa edad, los cultos mistéricos patrocinados por Deméter incluían ciertos matices de parresía utópica, con poemas jocosos y obscenos que zaherían a los participantes más ilustres en los misterios de Eleusis, en los que se podían iniciar libres y esclavos, hombres y mujeres, griegos y bárbaros, ricos y pobres. Igualmente ocurría con el teatro burlón que patrocinaba Dioniso, derivado de sus orígenes mistéricos, que se complacía en ridiculizar a los grandes personajes de la escena política. La Comedia Antigua era fundamentalmente crítica de costumbres y sátira política y no escatimaba brutales invectivas contra los poderosos, que debían permitirlas sin cortapisas. Es más, como es sabido, el teatro antiguo funcionaba gracias a las «liturgias», una especie de impuesto cultural que satisfacían los más ricos. Por ello el orden social debía tolerar estos paréntesis en el orden establecido, amparados por la libertad creativa de las artes, que en un principio fue prerrogativa religiosa.
han aflorado en diversas regiones europeas nuevos patriotismos tribales de corte romántico cuyas facetas predominantes son el egoísmo económico y el predominio de la irracionalidad. Se pone en cuestión el fundamento mismo de la participación democrática de una sociedad regida por el imperio de la ley entre ciudadanos libres e iguales y se justifica con el recurso a las emociones, a la reivindicación de una historia dudosa y a los vínculos de la lengua, la cultura, la religión o la tradición.
Los escoceses y los catalanes han sido dos pueblos que a comienzos del siglo XXI han encarnado esta cuestión, a cuenta de sendos episodios muy sonados de esta crisis de nacionalismo preclisténico frente a constitucionalismo cívico. Quizá por inconsciencia de sus gobernantes ambos pueblos han afrontado encrucijadas traumáticas que han podido truncar la historia centenaria de dos Estados exitosos —que engloban a una comunidad plural pero cohesionada— en el marco de una Europa en un momento muy delicado. Sin preguntarnos si una generación tiene derecho a destruir de un plumazo lo construido durante tanto tiempo por una trama común de afectos, historia, economía, artes y moral, cabría pedir tan solo que escuchasen la voz de la filosofía política: no solo de sus coterráneos Adam Smith, David Hume o Jaume Balmes, sino de los antiguos griegos que pusieron los cimientos de nuestro sistema democrático por el que, como dicen que dijo Pericles, nos preciamos de ser gobernados.