De Tales de Mileto a la máquina de Dios

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  1. A diferencia de las cosmogonías mitológicas, todos estos datos, así como las tablas aritméticas para sumar, multiplicar y dividir que desarrollaron en extremo, incluyendo el uso de fracciones, revistieron un carácter «terrenal», que no estaba ligado a dioses de ningún tipo.

    Hay que decir que las civilizaciones babilónicas, aquellas que ocupaban la Mesopotamia inferior o Baja Mesopotamia, tuvieron una herramienta crucial en el manejo de los números, porque desarrollaron un sistema de numeración con dos rasgos originales respecto de todos los sistemas antiguos. Se trata de un sistema de numeración posicional de base sexagesimal (es decir, de base 60 en lugar de 10). Ambas innovaciones, la posicionalidad y la sexagesimalidad, tendrían una larga vida: de la cuestión sexagesimal todavía quedan rastros en nuestra división de las horas en sesenta minutos y de los minutos en sesenta segundos. El sistema posicional, que se contrapone al principio de yuxtaposición que fue el fundamento, prácticamente, de todos los sistemas antiguos y que se conserva en la notación con «cifras romanas», es el que usamos hoy en día: el valor de un signo numérico depende de su posición relativa en el número escrito (por ejemplo, en 555 cada uno de los «5» tiene distinto valor, aunque el carácter empleado es idéntico).

    Por otra parte, los babilonios habían logrado inventariar por medio de tablas algunas de las operaciones matemáticas más frecuentes, incluyendo tablas de cuadrados, de raíces cuadradas, cubos y raíces cúbicas, y resolvían ecuaciones simples. Tenían excelentes aproximaciones de π (3,14159…), que como ustedes saben es la relación entre el diámetro y la longitud de la circunferencia y está relacionado con todos los cálculos y observaciones que se hacen sobre el cielo…. Y también sobre la tierra: π es fundamental en arquitectura, en la medición de distancias, puesto que se mete con todo lo que sea circular. A veces pienso que el desarrollo matemático de una cultura se puede medir por la aproximación que tienen de π, aunque esta idea mía probablemente no es más que una exageración. ¿Saben cuántos decimales sabemos hoy en día? Más de dos mil millones, aunque con sólo seis alcanza para enviar un cohete a Saturno.

  2. En posesión de la escritura desde el 3000 a.C., y de técnicas de construcción extraordinarias (con mano de obra ilimitada y gratis, no está de más recordarlo), los sacerdotes egipcios también observaron el cielo y los astros (como en el caso mesopotámico, identificados con dioses), entre otras cosas, para predecir las crecidas del Nilo, que una vez por año inundaban la franja a sus costados y depositaban el limo fértil que garantizaría las cosechas, de lo cual dependía la prosperidad del país. Así, determinaron que la aparición de la estrella Sirio (Sepedet, para ser más justos con los egipcios) al amanecer, después de varios meses de ausencia, marcaba el comienzo de la crecida del Nilo, eje de la vida de la nación. El mismísimo Heródoto decía que «Egipto es un don del Nilo», y nosotros podríamos decir que los egipcios nacieron «ex Nilo», como alguna vez me dijo alguien de cuyo nombre quisiera acordarme. Siendo políticamente más estable que la Mesopotamia, la observación del cielo era menos urgente para las artes de la adivinación: los egipcios no tuvieron tablas de la magnitud de las mesopotámicas, pero sí tablas aritméticas y de resolución de problemas algebraicos y geométricos. Al fin y al cabo, la inundación del Nilo borraba las demarcaciones y límites entre parcelas, que era necesario reconstruir cada vez por medio de operaciones geométricas. Según Heródoto, es de aquí de donde sale la geometría que adoptaron los griegos, y, de hecho, geometría no significa otra cosa que medición de la tierra. Pero como sus compinches mesopotámicos, los egipcios no trataron de elevar los conocimientos geométricos y aritméticos al nivel de generalizaciones, ni intentaron demostrar proposiciones generales. También, del mismo modo, los conocimientos astronómicos y la cosmogonía general estaban completamente mezclados con la religión.

  3. La agricultura crea el poblado, el crecimiento de los poblados lleva a la ciudad (en el 8000 antes de nuestra era ya tenemos la primera, en la meseta de Anatolia, hoy Turquía), y la ciudad a la invención del Estado y a la distribución del trabajo entre quienes cultivan, quienes defienden y quienes distribuyen (o se apropian de) el producto y los excedentes (cuando los hay). Esa división, mutatis mutandis, es a grandes rasgos la que sigue existiendo hoy, con todas sus variaciones y matices. Seguramente, he aquí el comienzo de eso que se llama «división del trabajo», y de la posibilidad de que algunos también dispusieran de un tiempo no dedicado a la subsistencia que redundó, finalmente, en una organización cada vez más compleja de las incipientes sociedades… La revolución agrícola, así, conduce a la construcción de grandes imperios que aplican tecnologías a gran escala, como Egipto, China y los diversos regímenes mesopotámicos, que utilizaban técnicas muy avanzadas.

  4. El universo estaba regido por tres dioses, cada uno con diferentes dominios. El cielo le correspondía a Anu, la tierra y el agua alrededor y debajo de ésta eran el dominio de Ea, y Enlil gobernaba el aire que separaba a los dos anteriores (estoy poniendo los nombres babilonios, ya que los antiguos sumerios los llamaban de forma diferente). Anu era una especie de dios padre (y en consecuencia tenía un estatus ligeramente superior). El universo estaba regido, entonces, por el triunvirato Anu-Ea-Enlil. Los dioses eran descendientes de un caos primigenio de agua, en este caso una mezcla de agua salada y agua dulce. Originariamente, los dominios de Anu y Ea estaban unidos y fueron separados cuando Enlil movió el cielo alejándolo de la tierra. El universo mesopotámico también incluía un bajomundo subterráneo gobernado por un dios o una diosa. No tenemos datos suficientes para determinar la forma que asignaban a la Tierra, pero con testimonios parciales podemos adivinar que la veían como un disco plano. Por otro lado, el dios Marduk, divinidad particular de Babilonia, comandaba a la Luna, en la cual se basaba el calendario. Todos los años, la celebración del Akitu (el año nuevo) reproducía la victoria de Marduk sobre Tiamat (la serpiente), y sostenía los fundamentos del mundo. Fíjense que la serpiente Tiamat, diosa de la perfidia, es la que aparecerá transfigurada en el mito judío del génesis.

  5. En Egipto las cosas eran ligeramente diferentes. Y no remarco el «ligeramente» por un capricho: es muy curioso constatar todo lo que comparten las cosmologías precientíficas, empezando por la división tripartita del mundo (cielo, tierra, mundo inferior). Los egipcios, en efecto, creían que el mundo constaba de tres partes: la tierra, de forma plana, estaba situada en el medio, dividida por el Nilo y rodeada por un gran océano (también, un tópico que se repite); sobre la Tierra, donde termina la atmósfera, el cielo era sostenido en su lugar por cuatro soportes, algunas veces representados por postes o montañas. Debajo de la Tierra estaba el infierno, llamado Duat. Esta oscura región contenía todas las cosas que estaban ausentes del mundo visible, tanto la gente muerta como las estrellas que desaparecen al anochecer o el Sol después de haberse hundido debajo del horizonte (se suponía que durante la noche viajaba a través de la región del bajo mundo, para reaparecer en el Este a la mañana siguiente). O sea, era un verdadero zaquizamí de astros y de almas.
  6. No hay que olvidar que la historia humana, lo que consideramos historia humana, es apenas una pequeñísima, casi miserable fracción de nuestra historia como especie, e incluso de nuestra historia como especie tecnológica. En otras palabras: no hay que perder de vista que en general, cuando pensamos en la historia del hombre, abarcamos apenas los últimos diez o doce mil años, cuando la verdadera historia, la que se remonta hasta el origen del Homo sapiens, tiene alrededor de cien mil. Y muchísimos más si nos estiramos hasta nuestros antecesores, los homínidos, que tuvieron por cierto sus propias tecnologías, a veces bastante sofisticadas (lo cual no es poco decir: significa que hubo ciertamente algo que podemos llamar, sin remordimientos de conciencia, «tecnología prehistórica»).Y así, si hace cien mil años surgieron los esqueletos anatómicamente modernos, ya hacía cuatrocientos mil que se habían encendido las hogueras del hombre de Pekín. El control del fuego fue una de las revoluciones tecnológicas más importantes de la historia humana. Al calor del fuego (que aseguraba el abrigo y la defensa, además de la luz), nacían también la cerámica y los instrumentos de piedra; la fabricación de jabalinas de madera (hace cuatrocientos mil años), el arco y la flecha, los cepos, las trampas y las redes (hace veintitrés mil).Son océanos de tiempo de los que cada vez nos da más detalles el trabajo de los arqueólogos: la prehistoria constituye el 99 por ciento de la historia humana, sobre todo, como decíamos antes, si tomamos en cuenta a nuestros antepasados, los homínidos, que dejaron en Laetoli (Tanzania, África) treinta metros de huellas, conservadas debido a la erupción de un volcán que las cubrió de cenizas y que, según la datación, se remontan a tres millones de años atrás. Tres millones de años atrás… es difícil de imaginar, pero es el largo amanecer de la especie humana. Respecto de la tecnología: es posible que todos los adelantos hayan surgido de manera accidental, o mediante el sistema de prueba y error, o simplemente por el impulso imaginativo para ver el comportamiento de cierta sustancia. Por supuesto, no son más que conjeturas.
  7. .Hace unos diez mil años, más o menos, se produjo una revolución tecnológica, quizá la más importante de la historia humana (o la segunda, si consideramos la domesticación del fuego): el descubrimiento de la agricultura. El proceso se extendió a lo largo de unos pocos miles de años y de alguna manera definió las líneas generales de la cultura globalizada. El paso de la caza y la recolección a la agricultura implicó tecnologías nuevas (como el riego, o la domesticación de semillas y animales) y, sobre todo, la aparición del concepto de propiedad. Para un nómada, la propiedad (en especial si es pesada) representa una molestia en su permanente transportarse; para un sedentario, no, y puede ser fuente de codicia, de rivalidad y poder. Acostumbrados a la (aparente) velocidad con que hoy cambia la tecnología, nos cuesta imaginar que una innovación de tanto peso como la agricultura se difundiera a un ritmo de tortuga, aunque —parece— firme y constante. Pero piensen que esa revolución todavía hoy no se ha completado del todo: doce mil años después, siguen existiendo pueblos nómades, pueblos seminómades, pueblos cazadores-recolectores y existen pueblos, incluso, que nunca han tenido (ni quieren tener) contactos con la cultura occidental —y en muchos casos no cabe sino darles la razón—. Sea como fuere, en un período «corto» de tres o cuatro mil años, la agricultura se extendió a todos los lugares donde después se asentarían grandes civilizaciones: China, el valle del Indo, México y Perú, la Mesopotamia, Egipto. Dije a propósito «un período corto de tres o cuatro mil años», para dar una idea de lo que es la larga duración, en la que mil años no significan nada. Es una perspectiva que nos suele resultar extraña, justamente porque nuestra perspectiva, por el contrario, es de muy corta duración: al fin y al cabo, una vida humana dura en promedio 80 años, que son solamente treinta mil días (dicho en días parece muy poco, ¿no?). Por eso, pensar en la larga duración desconcierta: a un griego del siglo V las pirámides le parecían antiquísimas (como testimonia Heródoto, historiador y viajero del siglo V a.C.). Y no es raro, ya que la distancia temporal entre Heródoto y las pirámides (¡veintitrés siglos!) es más o menos la misma que la que hay entre Heródoto y nosotros.

  8. Tales aísla y establece la idea abstracta de «causa», causa natural, que estará presente en toda la ciencia posterior. Un buen ejemplo es su famosa teoría sobre los terremotos. No se deben ya, como relataba la tradición griega, al enojo de Poseidón (hermano de Zeus, dios y señor del mar), que golpeaba el fondo del océano con su tridente y hacía vibrar la tierra. Nada de eso. La Tierra, sostiene Tales, es un disco que flota sobre el mar (aquí tenemos evidentes reminiscencias babilónicas y de Hesíodo; Tales no dejaba de ser hombre de su tiempo), y es el oleaje de ese mar el que la sacude. Es una explicación que hoy nos puede resultar elemental, y que resultaba elemental ya a Aristóteles, pero que representa un salto enorme y cualitativo para el pensamiento científico. Poseidón queda liberado de la fastidiosa y burocrática tarea de golpear el suelo con su tridente para decretar los temblores (aunque quizá le gustaba y no le era tan fastidiosa; los dioses griegos eran caprichosos, vengativos y crueles): es el mar, anónimo e involuntario, el que agita el suelo y hace conmoverse a los hombres.
  9. Tales busca una explicación general de los fenómenos (los terremotos, en este caso). Es decir, se propone, a partir de lo particular y accidental, investigar lo esencial y permanente, inaugurando de este modo otro de los requisitos científicos básicos de todos los tiempos. Es difícil darse cuenta de lo radical de esta innovación: ahora ya no es un dios el que decide, sino que es el mar el que se mueve. Son objetos naturales que actúan sin voluntad y que mueven la tierra. Los terremotos no son el resultado de una voluntad (la de Poseidón) sino de una causa natural (el oleaje). Al hacer de la búsqueda de las causas la piedra angular de su novedosísima filosofía, Tales no podía sino preguntarse por el origen de todas las cosas. Esto es muy simple: si cada fenómeno tuvo su causa, es evidente que remontando la cadena causal tenemos que toparnos con un primer fenómeno, inoriginado, sin ninguna causa que lo anteceda, primerísimo en el sentido más puro de la palabra, a menos que aceptemos caer en un regreso infinito (estos problemas los veremos aún en la modernísima teoría del Big Bang sobre el origen del universo). ¿Cuál es ese primer principio? ¿Cómo es que lo que es llegó a ser? ¿De dónde viene todo lo que viene? ¿Cuál es el verdadero origen de todas las cosas?

  10. Anaximandro, como Tales, no se ocupó solamente de buscar el primer principio sino que intentó resolver problemas naturales con explicaciones naturales: los vientos, sugirió, se generan al separarse del aire los vapores más livianos y cuando, al moverse, se concentran. Las lluvias se generan de los vapores de la tierra desprendidos por el Sol, y los relámpagos se producen cuando el viento, al golpear, desgarra las nubes. El trueno, por su parte, es el ruido de una nube golpeada. ¿Y por qué hay veces en que hay truenos y no relámpagos? Porque el viento en esoscasos es débil, y no puede provocar llamas, pero sí ruido. ¿Y qué es el rayo? El curso del viento más ardiente y más denso.

    También elucubró sobre el origen de los hombres y los animales: los primeros animales surgieron por primera vez en «lo húmedo». En cuanto al hombre, se generó a partir de animales de otras especies, lo cual dedujo del hecho de que las demás especies se alimentan pronto por sí mismas, mientras que el hombre necesita de un largo tiempo de amamantamiento. Por ello, si en un comienzo hubiera sido tal como es ahora, no habría sobrevivido. Así, del agua y la tierra calientes han nacido o bien peces o bien animales similares a los peces: en éstos los hombres se formaron y mantuvieron interiormente, como fetos, hasta la pubertad; sólo entonces aquéllos reventaron y aparecieron varones y mujeres que pudieron alimentarse por sí mismos.

  11. Refutar», «demostrar», «probar» son palabras que la ciencia tomó del vocabulario político-jurídico, de la discusión permanente sobre la mejor manera de llevar los asuntos de la polis, que se convirtió en una costumbre: las ideas políticas, y con ellas, por arrastre, todas las demás, salían a la esfera pública…

    Estricta posición frente al mundo. Pero la enorme construcción que significó la teoría milesia, que apartó a los dioses y los devolvió a ese conventillo que era el Olimpo, no pudo evitar dejar una fisura opaca y fina por donde se filtraría lo antiguo y lo desechado. Sin embargo, dejaron planteado un problema, un problema de la máxima importancia: ¿cómo sabemos que las explicaciones milesias son verdaderas? ¿Y cómo comprobamos nuestras hipótesis? La respuesta moderna sería: se hace un experimento. Pero estos heroicos pioneros estaban lejos de lo experimental; tenían ojos que observaban la confusa empiria del mundo y construían a partir de lo que veían o de lo que adivinaban. Para escuchar el discurso de las cosas hay que tener el oído fino, pero el oído, como todos los demás sentidos, es falible, débil. Entonces, el problema es: ¿por qué debemos confiar en la observación a través de los sentidos, que son tan engañosos? El problema que dejan planteado no es otra cosa que el peligroso dilema de la verdad: si los sentidos son engañosos, no podemos estar seguros de que nos revelen la verdad. ¿Cómo elegimos entre el agua, el ápeiron o el aire? ¿Cómo podemos elegir de una manera racional? O, de otro modo, una pregunta que atravesará todo el pensamiento griego: ¿cómo se hace para alcanzar el conocimiento verdadero? ¿Es suficiente con escuchar el discurso de las cosas? Y así, desde la ciudad de Elea, en el sur de Italia (otra de las ciudades-estado que conformaban el mundo griego), vendrá una respuesta que sustituye a los sentidos como fuente de conocimiento. Mientras tanto, podemos sentir el agua de Tales vibrando dentro de nosotros, viajando por nuestro cuerpo, corriendo por nuestras venas y dándonos fuerzas para enfrentar, cada día, un mundo sin dioses.

  12. En el sistema atomista no hay plan preestablecido ni ciclos a los que pueda asignarse un fin. La materia eterna engendra, por su sola estructura, la diversidad de las cosas, sin más ley que la del azar, que es un azar causal y que reina sin límites sobre los átomos. Las colisiones entre los átomos producen separaciones y uniones, formando todas las agrupaciones que se ven a simple vista. Las diferencias entre los objetos físicos (cuantitativas y cualitativas) se explican en términos de modificaciones en la forma, distribución y posición de los átomos. La verdadera realidad, el ser, no está al alcance de los sentidos, sino que subyace. El conocimiento legítimo es el que proviene del entendimiento.

  13. Parménides no niega el cambio en el mundo; simplemente establece que debajo de todo el aparente cambio hay algo que no se modifica, hay algo que forzosamente se queda como está, y que va a ser una y otra vez «la» pregunta: ¿qué es lo que no cambia mientras se suceden los fenómenos? ¿Qué es lo que permanece? Descubrirlo es lo único que nos garantizará el conocimiento verdadero. Y a lo largo de esta historia, como veremos, va a ser la masa o la energía, o el espacio y el tiempo absolutos los que ocupen el disputado sitio de la permanencia. Una y otra vez se intentará ir dando respuestas a este dilema.En cierto modo, Parménides es el iniciador de la teoría como núcleo duro de la ciencia: lo que interesa no son los fenómenos, que son puramente ilusorios, sino aquello que está por detrás de los fenómenos, aquello que no cambia. Ahí hay una visión muy moderna, como cuando la física actual dice que busca «invariantes». La búsqueda de los invariantes, de las leyes de conservación, va a ser uno de los objetivos de la física moderna, y los invariantes muestran qué es lo que no cambia, qué es lo que se conserva (como la masa o la energía o el espacio o el tiempo absolutos) por debajo de lo que cambia. La ley de conservación de la masa inicia la química moderna; la ley de conservación de la energía preside toda la física del siglo XIX. Cada vez que se rompe, o se vulnera (o parece que se vulnera) una ley de conservación, hay una revolución en la ciencia.Parménides, sin embargo, seguramente percibió que su filosofía paralizaba todo estudio o comprensión de los fenómenos, y trató de sortear el problema mediante un artilugio que se despliega en la segunda parte del poema, que nos ha llegado de manera fragmentaria: la inclusión de algunos opuestos en la esfera del ser. La luz y la oscuridad, por ejemplo, no son ser y no ser, la oscuridad no es el no-ser de la luz, sino que ambas pertenecen a la esfera del ser. Lo cual le permite introducir dentro de la esfera del ser una especie de dinámica que explique, o que por lo menos justifique, el cambio.

  14. Simplicio (490-560), en su comentario a la física aristotélica, aseguraba:[Demócrito] suponía que la realidad de los átomos es sólida y plena, y la llamó «ser», y que se mueve en el vacío, al que llamó «no ser», diciendo que éste existe tanto como el ser.Así, el no ser se identifica con el vacío; Descartes, dos mil años más tarde, suscribirá esta opinión y negará la existencia de ese vacío. Pero en el mundo de los atomistas, entonces, hay vacío. Y átomos. Solamente átomos y vacío. Ése es el conocimiento verdadero (episteme). Lo demás es doxa (opinión). Por otra parte, la existencia de los átomos es obvia, arguyen: ¿cómo puede explicarse, si no, que un cuchillo corte la manteca, si no hay intersticios por los cuales penetra en ella?Como los otros «físicos», o filósofos de la physis, Leucipo y Demócrito postulan la indestructibilidad de la materia y la existencia de una unidad sustancial, pero, como los eleáticos, se alejan de la observación y de la experiencia (pues el átomo no cae bajo la órbita de los sentidos). Sólo los átomos y el vacío son reales y, aunque no sean sensibles, conservan un resabio de empirismo.Las colisiones entre los átomos producen separaciones y uniones, formando todas las agrupaciones que se ven a simple vista. Las diferencias entre los objetos físicos (cuantitativas y cualitativas) se explican en términos de modificaciones en la forma, distribución y posición de los átomos. La verdadera realidad, el ser, no está al alcance de los sentidos, sino que subyace. El conocimiento legítimo es el que proviene del entendimiento.

  15. Los pitagóricos habían llegado al principio de la semejanza formal entre los números y las cosas. Y la verdad es que podían haberse quedado en la idea de semejanza formal y su doctrina ya habría sido lo suficientemente novedosa como para merecer espacio en estas páginas. Pero había un paso audaz que estaba cantado, y los pitagóricos lo dieron: no es simplemente que las cosas se parecen a los números, sino que las cosas consisten en números. Así, establecen un principio abstracto como la esencia de todas las cosas; ya no es el agua, ni el aire, ni siquiera los cuatro elementos de Empédocles. Ahora la esencia de las cosas es una idea abstracta.Y, a decir verdad, fueron tal vez un poco más lejos de lo aconsejable: identificaron a la Justicia con el número 4 por tratarse del primer número cuadrado (2 al cuadrado), al matrimonio con el 5, que representa la unión del macho (3) con la hembra (2), y creían que todo el cielo era una escala musical y un número y que, de acuerdo con la doctrina de la armonía de las esferas, los movimientos de los cuerpos celestes originan sonidos acordes, aunque inaudibles.De cualquier modo, y por más mística y arbitraria que suene por momentos, la armonía de las esferas fue una creencia que duró hasta el mismísimo Kepler en el siglo XVII. El sustrato numérico pitagórico es un bello precursor del libro de la naturaleza escrito en caracteres matemáticos de Galileo, con todo el cuidado que hay que tener con la cuestión de los precursores.Lo cierto es que si bien la metafísica pitagórica es central para comprender el pensamiento general de la escuela, y consiguió resultados tan impresionantes y bellos como el teorema de Pitágoras (todos conocen el enunciado de que la suma de los cuadrados de los catetos de un triángulo rectángulo es igual al cuadrado de la hipotenusa), ellos también tuvieron que enfrentarse a un escollo serio, un escollo que partía del mismo glorioso teorema. Fíjense lo siguiente: si tenemos un triángulo rectángulo cuyos lados miden 1 cada uno, el cuadrado de la hipotenusa, si seguimos el teorema, tiene que medir lo mismo que la suma de los cuadrados de los catetos. Es decir: 1²+1²=H². Entonces H²= 2 y H=√2. Es decir que la hipotenusa mide exactamente √2. Y ahí surgió el problema fatal, porque los mismos pitagóricos lograron demostrar que √2 no es un número, o por lo menos no es un número como lo concebían ellos, ya que no es ni un número entero ni puede expresarse como la relación de dos números enteros p/q. Si quieren enterarse de cómo se demuestra la irracionalidad de la raíz de dos, pueden ver el recuadro de la página siguiente. Lo pongo así, en recuadro, para destacarlo y para

  16. Imaginen. Ellos suponían que todo consiste en números y que el conocimiento expresa relaciones entre los números. Pero he aquí que una entidad, que ciertamente pertenece a la ciencia (la diagonal de un cuadrado) no puede ser expresada con números enteros. Un gigantesco golpe para la metafísica y la física pitagórica, que involucra toda una cosmovisión particular. Sería algo así como que hoy nos demostraran la imposibilidad lógica de que algo esté constituido por átomos. (Hoy, el concepto de número se extendió lo suficiente como para incluir entidades como las raíces cuadradas irracionales.)¡Un número que no es un número! Era lo peor que les podía pasar, una verdadera tragedia, porque atacaba las bases mismas de su filosofía, y, además, parecía demostrar que la razón era débil donde más fuerte creía ser. Existe una leyenda según la cual Hipaso de Metaponto, miembro de la escuela, divulgó el secreto y los pitagóricos decidieron erigirle una tumba, por más que estuviera vivo, para demostrar que para ellos estaba muerto. Otras tradiciones sostienen que lo asesinaron.

  17. La figura de Pitágoras está rodeada por la leyenda, y así, aunque algunos autores dicen que fue hijo del dios Apolo, otros prefieren, de manera mucho más creíble, hacerlo hijo del rico ciudadano Mnesarcos. Pitágoras fue el mentor de un grupo de matemáticos que tuvo gran tradición, de modo que muchos matemáticos del grupo ciertamente posteriores a Pitágoras le atribuyeron al maestro obras propias. Contrariamente a lo que sucedía con los milesios, al grupo pitagórico no le interesaba el estudio de lo relativo a la naturaleza. Además de sus virtudes científicas, fueron un grupo mancomunado por creencias y prácticas religiosas. Creían en la inmortalidad y la transmigración de las almas y practicaron abstenciones rituales: por ejemplo, no podían comer alubias. Esta prohibición, que puede parecer rara, provenía de la tradición órfica, según la cual las almas, entre encarnación y encarnación, solían alojarse en las alubias, de modo tal que comerse un guiso podía significar almorzarse a una población entera. El grupo de Pitágoras fue influyente en el gobierno de Crotona, hasta que los ciudadanos se volvieron contra él, y tuvo que marcharse a Metaponto, también en el sur de Italia, donde finalmente murió. La vida y la doctrina de Pitágoras fueron sin duda deformadas por la atmósfera mística que envolvió al grupo. La imposición del secreto y del silencio místicos que regía en la escuela pitagórica contribuyó sobre todo en lo que tiene que ver con la no-divulgación de los conocimientos. Pitágoras y su escuela pertenecen casi por igual a la ciencia y a la filosofía, a la mística y a la política: porque Pitágoras también fue un sacerdote de extraños rituales y un político que hasta tuvo que huir cuando los vientos del poder no soplaban del lado conveniente.

  18. Los filósofos-científicos griegos fueron creando y afinando sus instrumentos: los milesios descubrieron la naturaleza y las explicaciones naturales, los eleáticos cuestionaron la empiria y llevaron la ciencia a un callejón sin salida. Para sortearlo, los atomistas fracturaron el Ser de Parménides en infinitos átomos que se movían en el espacio vacío, Empédocles rompió la unidad del elemento originario que trababa la cosmovisión milesia, los pitagóricos emprendieron un itinerario.

  19. La alegoría de la caverna parte del principio de que los hombres vivimos como si estuviéramos encadenados en el interior de una caverna a espaldas de su entrada, mirando a una pared y sin poder darnos vuelta. Inmediatamente detrás de nosotros hay un muro «semejante al biombo que los titiriteros levantan entre ellos y los espectadores» (que ni percibimos porque no podemos darnos vuelta) y, detrás de ese muro, un grupo de personas va poniendo objetos encima del muro. Detrás de los hombres que colocan los objetos, hay un fuego. Nosotros, los hombres comunes, imposibilitados de mirar hacia atrás, sólo podemos ver en la pared las sombras que proyectan los objetos que colocan los hombres por encima del muro.Eso que vemos tiene cierta relación con la realidad (la sombra de un jarro proyecta una sombra similar a un jarro propiamente dicho) pero no es la realidad. Es el equivalente de esas sombras lo que percibiremos siempre en nuestra vida cotidiana, a menos que rompamos las cadenas que nos mantienen atados e imposibilitados de mirar directamente lo que ocurre fuera de la caverna. Porque el conocimiento sensible da resultados provisorios y confusos.El primer paso, al liberarnos de las ataduras, será enfrentar los objetos propiamente dichos; el segundo, poder mirar al fuego directamente; el último, salir a la luz del sol y contemplarlo de frente. El proceso es doloroso y cuesta mucho trabajo, pero es la única manera de garantizar un conocimiento verdadero. En la analogía, el antro subterráneo es el mundo visible; el resplandor del fuego que lo ilumina es la luz del sol, y la región superior, fuera de la caverna, es el mundo inteligible. El verdadero conocimiento, el que proviene de mirar al sol, se obtiene, según Platón, mediante el intelecto. Para liberarse de las cadenas de los sentidos, que son sólo un primer paso, cada hombre debe bucear en su interior, en la plena conciencia, olvidando el mundo sensible. Allí encontrará una certidumbre absoluta siempre que esté guiado por la razón. Con esta filosofía de base, es natural que Platón no se ocupe mucho de las ciencias naturales y, cuando lo haga, sea para revelar las operaciones de la razón en el universo. Así, por ejemplo, desprecia o ningunea la astronomía observacional y proclama que todo consiste en «salvar las apariencias» de lo que se ve mediante círculos y esferas. Asimismo, acepta la teoría atomística, pero la matematiza: toma la teoría de los cuatro elementos y asigna a cada uno de ellos uno de los cinco sólidos regulares (conocidos desde los tiempos de Pitágoras). Naturalmente todo esto es especulativo, por no decir fantástico, pero muestra el impulso geométrico que arrastraba Platón. La leyenda «que no entre aquí quien no sepa geometría» no estaba escrita porque sí. Pero abandonemos por un rato a Platón (y digo «un rato» porque siempre va a estar cerca de nosotros), y ocupémonos un poco de su más aventajado y genial discípulo.

  20. Arquímedes es más popularmente conocido por el principio que lleva su nombre, que establece una ley general de hidrostática y las condiciones de equilibrio de los cuerpos sumergidos y que está asociado a la leyenda según la cual se lo vio corriendo por las calles, probablemente desnudo, al grito de «Eureka, Eureka!» («¡Lo encontré! ¡Lo encontré!»). ¿Qué había pasado para que un matemático tan reconocido anduviera corriendo desnudo y a los gritos por Siracusa?Había pasado que Hierón II, el tirano (gobernador, digamos) de Siracusa le había confiado oro a un orfebre para que le hiciera una corona. Cuando la tuvo, Hierón II sospechó que el orfebre —de quien la historia no conserva el nombre pero que sin duda le hizo un favorcito a la ciencia— había «distraído» una parte de oro y la había reemplazado por plata. La cuestión es que Hierón II, acostumbrado a pedirle a Arquímedes que le resolviera problemas imposibles, le solicitó que lo comprobara. Arquímedes vio que la corona pesaba exactamente lo mismo que lo que pesaba la cantidad de oro que el rey le había dado al orfebre. Pero eso no garantizaba nada: tranquilamente el orfebre podría haber mezclado otros metales y mantener el peso constante alterando el volumen. Ahora bien: nuestro matemático sabía que la plata es más ligera que el oro: si el orfebre hubiese añadido plata a la corona, ésta debería ocupar un volumen mayor que el de un peso equivalente en oro (porque, en el mismo volumen, una corona de oro y plata pesaría menos que una de oro puro). El problema es que no tenía ni la más remota idea de cómo medir el volumen de algo tan irregular como una corona. Y resulta que la solución al problema le vino en uno de los mejores lugares que existen para pensar: la bañadera (que en ese entonces no era sino una tina). Arquímedes vio que, al sumergirse, su cuerpo desplazaba agua para afuera, y sospechó que el volumen de agua desplazado tenía que ser igual al volumen de su cuerpo. No había tiempo que perder: según se cuenta, Arquímedes corrió, desnudo como estaba, hasta su casa (por lo visto, no se estaba bañando en domicilio, sino en una casa de baños públicos, al estilo griego: no olviden que no había agua corriente), e hizo el experimento con la corona supuestamente adulterada y con el peso en oro puro. Resultó que, efectivamente, la corona desplazaba más agua, o sea, que tenía más volumen, o sea, que el orfebre le había mezclado metales no tan nobles como el oro. Por supuesto que el rey ordenó ejecutar al orfebre, que se convirtió así en un insospechado e involuntario mártir de la ciencia. Pero no terminan aquí las dotes geniales de Arquímedes: fue un físico y técnico brillante, capaz de inventar una multiplicidad de aparatos destinados a sus investigaciones y máquinas de guerra de gran eficacia. Se cuenta que, durante el asedio de Siracusa por el general romano Marcelo, Arquímedes desplegó sus nuevas pero eficientísimas armas secretas, las catapultas, y un sistema de espejos y lentes que incendiaba los barcos enemigos al concentrar los rayos del sol.

  21. Diofanto, además, hizo un chiste con su propia vida (mejor, con su muerte): en su epitafio planteó un problema que constituye un bello ejemplo para empezar a resolver ecuaciones de primer grado. Dice más o menos así:

    ¡Caminante! En esta tumba yacen los restos de Diofanto, al terminar de leer este texto podrás saber la duración de su vida. Su infancia ocupó la sexta parte de su vida. Después transcurrió una doceava parte de su vida hasta que su mejilla se cubrió de vello. A partir de ahí, pasó la séptima parte de su existencia hasta contraer matrimonio. Pasó un quinquenio y lo hizo dichoso el nacimiento de su primogénito. Su hijo murió al alcanzar la mitad de los años que su padre llegó a vivir. Tras cuatro años de profunda pena por la muerte de su hijo, Diofanto murió. Dime caminante, cuántos años vivió Diofanto.

    Es decir: si los años que vivió Diofanto son nuestra incógnita, x, podemos decir que: x/6 + x/12+ x/7 +5 + x/2+ 4= x. Si quieren saber cuántos años vivió Diofanto, sólo tienen que resolver la ecuación.

  22. Eratóstenes de Cirene,además de dirigir la Biblioteca, abordó diversos problemas matemáticos, como por ejemplo el diseño de un método para encontrar números primos, que aún hoy se llama Criba de Eratóstenes y que, si no me equivoco, sigue siendo el único. También estimó, aprovechando los eclipses, la distancia desde la Tierra hasta el Sol y la Luna y el ángulo del eje terrestre respecto del plano del sistema solar. Sus ojos de matemático los aplicó al estudio del tiempo: construyó un calendario y las bases de una cronografía sistemática del mundo para poder dar fechas a los eventos políticos y literarios desde los tiempos de Troya. Al mismo tiempo se le atribuye un catálogo de casi 700 estrellas y diversos estudios de geografía, particularmente en cartografía: parece ser que fue el primero, o uno de los primeros, que dibujó un mapa del mundo, que era más o menos como pueden verlo en la imagen siguiente.
  23. Resulta que sus colegas le dieron el sobrenombre de «Beta», porque lo consideraban una persona brillante en muchas disciplinas, pero incapaz de descollar en ninguna. Por ese motivo siempre quedaba a la sombra de los «Alfa» y se lo consideraba un eterno «segundo» (lo cual muestra que ya entonces circulaban los chistes y burlas usuales en los laboratorios e instituciones actuales, que tantas veces esconden envidias y luchas de poder: los científicos no son santos por naturaleza). Sin embargo, Eratóstenes fue el responsable de realizar una de las más impresionantes demostraciones del poder de la inteligencia humana: medir la circunferencia de la Tierra.Fue así: él había oído decir que, durante el solsticio de verano (el 21 de junio en el Hemisferio Norte, cuando el Sol alcanza su máxima altura en el horizonte al mediodía), en Siena (actual Asuán), al sur de Egipto, una varilla colocada verticalmente no proyectaba sombra sobre el suelo al mediodía. En Alejandría, que según calculaba estaba sobre el mismo meridiano, a la misma hora y el mismo día, la sombra formaba un determinado ángulo (de 7 grados) con la vertical.Esta diferencia sólo podía atribuirse a la diferente inclinación de los rayos solares sobre una Tierra esférica, cosa que todos los griegos cultos de la época, y ya desde los tiempos de Platón, sabían perfectamente.

  24. Eratóstenes se dedicó entonces a calcular la distancia entre Alejandría y Siena, para lo cual se le ocurrió contar el tiempo que tardaba una caravana de camellos (cuya velocidad promedio más o menos podía estimar) en llegar hasta allí. La distancia entre las dos ciudades resultó ser de unos 5.000 estadios (800 kilómetros). Y entonces, razonó así: Si 7 grados de diferencia en la inclinación corresponden a 800 kilómetros, 1 grado de diferencia corresponderá a 800/7. Y 360 grados (la circunferencia entera) a 360 x 800/7. ¡Una regla de tres simple! Con este procedimiento extraordinariamente sencillo, pudo calcular que la circunferencia de la Tierra medía cerca de 40.000 kilómetros. Casi lo mismo que indican los satélites actuales. La simplicidad de esta idea todavía hoy produce escalofríos: una varilla (mejor, dos, una en Alejandría y otra en Siena), una caravana de camellos, y un problema de regla de tres simple. Y, sobre todo, esa extraordinaria máquina que se extiende entre las cejas y el pelo. Es una de las grandes hazañas del intelecto humano, estoy convencido. ¡Y le decían Beta!

  25. LA BIBLIOTECA DE ALEJANDRÍA Y EL FUEGO

    Quemar libros y erigir fortificaciones es tarea común de los príncipes. La calurosa costumbre de quemar libros dista de ser un invento moderno. Aunque ya vimos que había habido varios incendios, la Biblioteca de Alejandría terminó su vida de manera definitiva al ser incendiada por el califa Omar en el año 634, que lo hizo basándose en un curioso argumento. Los libros de la Biblioteca o bien contradicen al Corán, y entonces son peligrosos, o bien están contenidos en el Corán y entonces son redundantes. Este razonamiento notable costó a la memoria humana una buena cantidad de obras irrecuperables, pero no tantas como se cree, si es que eso sirve de consuelo. En realidad, cuando el califa Omar tomó su drástica medida, la Biblioteca era sólo la sombra de lo que había sido alguna vez, y de ella quedaba muy poco, perdido en sucesivos desastres. La escuela, la Biblioteca, el Museo de Alejandría constituyeron un exitoso experimento en gran escala que no se volvería a repetir hasta la llegada del Islam.

  26. A finales del siglo III, el emperador Diocleciano mandó quemar un buen número de libros, especialmente de alquimia. La razón es curiosa: Diocleciano, que había emprendido un riguroso «programa de ajuste económico» para salvar al imperio (y que, por supuesto, no hizo sino precipitar su ruina), temía que los alquimistas, en posesión de la «receta» para fabricar oro, destruyeran la moneda imperial… Tras el triunfo del cristianismo, las cosas empeoraron; en 391 el emperador (ya cristiano) Teodosio ordenó quemar los templos paganos, mostrando de paso qué rápido los perseguidos se convierten en perseguidores, y la orden estimuló a Teófilo, obispo de Alejandría, a instigar una lucha callejera que terminó con lo poco que había quedado del Museo y la Biblioteca. La última gran figura fue Hypathia (370-415), una matemática que llegó a ser directora de la Escuela Neoplatónica de la ciudad. Pero otro obispo, que ostentaba el cargo de patriarca de Alejandría, consideró peligrosa su filosofía pagana y alentó, nuevamente, a una turba que la asesinó. La historia de Hypathia se convirtió en un verdadero mito, no sólo por ser una de las únicas mujeres científicas de la que se tiene conocimiento en la Antigüedad (lo habrán notado) sino porque, además, podría ser vista como la primera «mártir de la ciencia», en el sentido que después se le dará a la expresión a partir del asesinato de Giordano Bruno. No es fácil imaginar cómo es que una mujer, en esa época, llegó a un cargo ejecutivo tan importante como el de directora de una de las principales escuelas alejandrinas. Lo que sabemos es que se formó al lado de su padre, el astrónomo y matemático Teón de Alejandría, y que empezó a dar clases sobre Platón y Aristóteles en su casa con un nivel tan alto que la gente viajaba especialmente desde todas partes para escuchar sus lecciones. Además, estudió y enseñó astronomía, matemáticas, lógica, filosofía, geometría y mecánica y escribió comentarios a muchas de las obras importantes de su tiempo, desde las Cónicas de Apolonio a la astronomía ptolemaica. Pero Hypathia tuvo la malísima suerte de desarrollar su labor intelectual apenas veinte años después de que Teodosio hubiera convertido el cristianismo en religión oficial del Imperio y durante el patriarcado de Cirilo, uno de los obispos más intolerantes de la Antigüedad. Eran tiempos turbulentos: toda filosofía que no acatara dogmáticamente la ortodoxia (y el neoplatonismo no lo hacía) tenía un tufillo a herejía y era perseguida de manera implacable, lo cual llevó, entre otras cosas, al saqueo y destrucción de los ejemplares que habían quedado de la Biblioteca, ahora refugiados en el Serapeum (un santuario dedicado al dios oficial de Egipto). Para colmo, la amistad de Hypathia con Orestes, prefecto imperial que no veía con muy buenos ojos la intolerancia de Cirilo, no podía sino ser interpretada como una provocación por el patriarca de Alejandría. Así que, aparentemente, este Cirilo decidió cortar por lo sano: juntó a una multitud que la interceptó cuando volvía a su casa desde el Museo y la asesinó tajeando su cuerpo con caracoles, no sin antes arrastrarla durante un buen trecho por las calles de la ciudad. Con esta imagen se termina la ciencia alejandrina y empiezan los años oscuros.

  27. Naturalmente, como todo lo demás, la medicina griega no salió de la nada: civilizaciones que la antecedieron en 2.500 años o más, como la de Mesopotamia o Egipto, tenían sus prácticas médicas, por supuesto asociadas con conjuros, imprecaciones mágicas y toda la parafernalia de ese tipo. Aún más, la profesión médica estaba reglamentada desde 1760 a.C. en el Código de Hammurabi, rey de Babilonia.  Aquí pueden ver algunos ejemplos de las nobles disposiciones sobre el ejercicio de la medicina:

    • Si un médico opera con una lanceta de bronce a un hombre noble por una herida grave y le salva la vida, o si abre con una lanceta de bronce un «negabati» (absceso, catarata) en el ojo de un hombre noble y salva el ojo del hombre, recibirá 10 shekels de plata.

    • Si un médico abre el ojo de un hombre libre y ocasiona la pérdida del ojo, deberá cortarse la mano del médico; si ha ocasionado la pérdida del ojo de un hombre pobre o un esclavo, deberá pagar una mina de plata.

    • Si un médico compone un hueso roto a un hombre o le cura un tendón enfermo, el paciente pagará al médico 5 siclos de plata.

    • Si un médico hace incisión profunda en un hombre con bisturí de bronce y le provoca la muerte, o si le abre la sien a un hombre con bisturí de bronce y deja tuerto al hombre, que le corten la mano.

    La verdad es que convenía tener un buen seguro de mala praxis, aunque el código no lo impusiera como obligatorio. Por otra parte, las prácticas de momificación y tratamiento de los cadáveres tienen que haber familiarizado a los sacerdotes-médicos egipcios con los rasgos anatómicos internos. En Egipto se practicaba, también con fines «médicos», la trepanación de cráneo; muchas veces he visto en los museos ejemplos de este curioso procedimiento, que a veces se exhibe como una conquista o un «adelanto» de la cultura egipcia, cosa que me resulta incomprensible. En realidad, la práctica de la trepanación es antiquísima, cruza la Prehistoria y las culturas (por ejemplo, también aparece en las culturas andinas, y las neolíticas), y tenía con toda probabilidad una función mágico-ritual: la abertura en el cráneo servía para que los malos espíritus que se habían apoderado del cerebro del paciente pudieran salir. Por otro lado, poco y nada sabemos de los resultados de estas prácticas, y si es que algunos (o siquiera alguno) de los «pacientes» sobrevivió (ya no digo «se curó»).

  28. Si uno lo piensa, la observación del cielo tiene que ser tan antigua como la cultura misma: el cielo está ahí y presenta ciclos que, si bien pueden ser fascinantes, también pueden resultar atemorizadores, hasta el punto de que hay celebraciones actuales que, aunque estén revestidas de componentes modernos y meramente religiosos, tienen su origen en la observación cosmológica. Tal es el caso de la Navidad, una fiesta antiquísima, anterior al cristianismo, desde ya, pero también a la civilización romana. Es la fiesta del solsticio de verano de las antiguas culturas del Hemisferio Norte, el momento en que el Sol, después de alcanzar su punto más bajo sobre el horizonte, detiene su peligroso descenso (en vez de hundirse para siempre en el horizonte) y empieza a elevar su altura.Era como para festejarlo. Esas fiestas, probablemente neolíticas, derivaron en celebraciones institucionales romanas. Las saturnalias, por ejemplo, se festejaban en esos días, y cuando el Cristianismo debió fijar su celebración central, la superpuso a fiestas ya conocidas y aceptadas. Así, la Navidad es, en última y antigua instancia, una fiesta astronómica.Las primeras culturas identificaron a los astros con dioses y les atribuyeron la capacidad de influir sobre la vida de los hombres. Y pensaron leer en ellos el futuro de los pueblos y sus gentes, en esa seudociencia y superstición que se llamó astrología. No es raro: el cielo, aparentemente, muestra una regularidad y una permanencia que está muy lejos de las mudanzas humanas. Lo que cualquiera de nosotros ve en una noche estrellada es prácticamente lo mismo que vieron nuestros antepasados: los que anudaron los quipus y los que habitaron Tenochtitlán, los que cruzaron el océano, los que oyeron por primera vez recitar la Ilíada, los que construyeron las pirámides, los primeros hombres que hace cien mil años abandonaron el África y empezaron a esparcirse por el mundo. Es una sensación grandiosa que perfectamente describió Kant, una intuición de eternidad, en fin, que desafía lo efímero de la vida cotidiana, y aun la vida y la muerte.

  29. Los babilonios reconocieron los planetas (incluyendo la identidad de Venus como lucero del alba y del atardecer) y, para el año 700 a.C., conocían ya la eclíptica, el supuesto camino anual que siguen la Luna, el Sol y los planetas (aunque en realidad, como bien sabemos hoy, es la Tierra la que se mueve) y comprendieron que estaba inclinada respecto del eje de nuestro planeta, lo cual —dicho sea de paso— hace que existan las estaciones. También inventaron el Zodíaco, una banda de 12 signos de 30 grados cada uno, asociados a constelaciones, que hizo posible la expresión numérica de los datos en grados de longitud.Los métodos de predicción se hacían a partir de largas tablas de observaciones en las cuales se encontraban ciclos regulares: estas tablas eran lo suficientemente precisas como para predecir los eclipses de Luna con bastante exactitud y los de Sol de manera aproximada. Lograron también calcular y predecir las misteriosas retrogradaciones de los planetas.Sin embargo, en ningún caso elaboraron teorías físicas del cosmos buscando mecanismos subyacentes.

  30. El más famoso de los sitios imaginarios —y uno de los pocos sobrevivientes de una larga lista— es, al mismo tiempo, uno de los más antiguos: la Atlántida. Esta isla, localizada supuestamente en medio del océano Atlántico, al oeste del estrecho de Gibraltar, tiene su origen en dos diálogos de Platón: Timeo y Critias. En este último, Platón relata cómo los sacerdotes egipcios, durante una conversación con el ateniense Solón, describen una isla más grande que Asia Menor y Libia juntas. Se trataba de un lugar que unos nueve mil años antes había sido tremendamente rico y sus poderosos príncipes habían conquistado muchas de las tierras del Mediterráneo, hasta ser finalmente vencidos por los atenienses y sus aliados. Luego los habitantes de la isla se tornaron malvados e impíos y la Atlántida fue devorada por el mar después de varios terremotos. Los europeos medievales recuperaron la leyenda por medio de los árabes, la creyeron al pie de la letra e intentaron identificarla con alguna otra región. Después del Renacimiento, por ejemplo, se hicieron numerosos intentos por equiparar Atlantis con América, Escandinavia y las islas Canarias. Incluso es posible que Platón no haya inventado la isla por sí mismo, sino que haya tomado registros egipcios de una erupción volcánica en la isla de Thera en el 1500 a.C., que habría colaborado con la caída de la civilización minoica. Esta erupción, una de las más importantes de los tiempos antiguos, fue seguida de numerosos terremotos y tsunamis —olas gigantescas, generalmente producidas por un maremoto— que asolaron la civilización cretense, lo que habría inducido a Platón a creer en la existencia de la Atlántida.

  31. Desde el siglo IX, los médicos árabes tenían acceso a las colecciones de Galeno y consideraban la medicina como una ciencia natural. Entre ellos, el más famoso fue el persa Avicena, autor en el siglo XI de un Canon de la medicina tan completo y perfecto que fue usado durante mucho tiempo en las universidades cristianas, en algunos casos hasta el siglo XVII. Vale la pena señalar que en el siglo XIII el médico Ibn al Nafis escribió un comentario al libro donde describía la «pequeña circulación» de la sangre (el circuito entre el corazón y los pulmones). La influencia de la medicina islámica fue tan fuerte que dio lugar al primer centro de medicina profesional en Europa, en Salerno, al sur de Italia.

  32. No les voy a hablar de los múltiples matemáticos árabes, pero sí del más grande de todos, Omar Kayyam (1048-1131), considerado además el máximo poeta de su tiempo, con sus celebrados Rubaiyat. Como algebrista se le debe una clasificación completa de las ecuaciones de primero, segundo y tercer grado, en la que se especifican 25 casos distintos, según el tipo de ecuación. Como curiosidad, digamos que Omar Kayyam manifestó su desconfianza y analizó (como ya lo habían hecho matemáticos anteriores) el famoso quinto postulado de Euclides, que trató de demostrar en vano.Y ya que estamos con Omar Kayyam, que fusionó las matemáticas con la poesía (y la poesía con la enología, gracias a su glorificación del vino), leamos algunas de sus alcohólicas Rubaiyat.

    Puesto que ignoras lo que te reserva el mañana, esfuérzate por ser feliz hoy.

    Toma un cántaro de vino, siéntate a la luz de la luna

    y bebe pensando en que mañana

    quizá la luna te busque inútilmente.

    Nuestro tesoro es el vino y nuestro palacio la taberna.

    La sed y la embriaguez son nuestras fieles compañeras.

    Ignoramos el miedo porque sabemos que nuestras almas,

    nuestros corazones, nuestros cálices y nuestras vestes manchadas

    nada tienen que temer del polvo, del agua ni del juego.

    Y, por último, uno de los más hermosos de todos:

    Cuando vaciles bajo el peso del dolor,

    y estén ya secas las fuentes de tu llanto,

    piensa en el césped que brilla tras la lluvia.

    Cuando el resplandor del día te exaspere,

    y llegues a desear que una noche sin aurora se abata sobre el mundo,

    piensa en el despertar de un niño.

  33. Lo cierto es que a partir del siglo XI o XII, la atmósfera intelectual comienza a cambiar: por ejemplo, los hombres de la escuela de Chartres (fundada por el obispo Fulberto en 1028, como anexo a la catedral y considerada por mucho tiempo como el principal centro intelectual de Europa), creen en el progreso y Bernardo de Chartres (siglo XII) llegará a decir:  Si vemos más lejos, es porque estamos montados en hombros de gigantes. Frase que luego retomará Newton y se convertirá en lugar común para analizar la evolución del pensamiento científico. ¿Qué era lo que estaba pasando? Indudablemente, la teología judeocristiana deja un resquicio: Dios crea el mundo y luego se aparta de él, interviniendo cada tanto mediante milagros. Es una fisura que permite investigar el mundo como si fuera una cosa más, e incluso da lugar a pensar que encontrar la manera de funcionamiento del mundo es glorificar la Creación, tal como pensaron los teólogos judeocristianos que identificaron las ideas platónicas con los pensamientos de un Dios que no necesita intervenir a cada instante, como Zeus con el rayo o Poseidón con los terremotos.

  34. Todo cambiaba: además de las escuelas catedralicias como Chartres, empezaban a surgir entidades intermedias más o menos independientes del poder eclesiástico. Entre otras cosas, la oleada de traducciones de escritos del mundo antiguo necesitaba instituciones apropiadas como las universidades, que originariamente eran asociaciones gremiales de estudiantes o de maestros. Primero fue la de Bolonia (1158) y luego vendrían París, Oxford (1167), Cambridge (1209), Padua (1222), Nápoles (1224), Salamanca (1227), Praga (1347), Cracovia (1364), Viena (1367) y St. Andrews (1410). Hacia 1500, el número de universidades había llegado a 62. Al principio, no fueron gran cosa: el plan de estudios se determinaba sobre la base de las siete artes liberales. Las tres primeras o trivium eran la gramática, la retórica y la lógica, y se dirigían a enseñar al alumno a hablar y escribir correctamente en latín. Después venía el quadrivium, integrado por la aritmética, la geometría, la astronomía y la música. Sólo después de esto se podía estudiar filosofía y teología. El derecho (Bolonia) y la medicina (Salerno) se encuadraron en otras facultades o escuelas, pero ni la historia ni la literatura encontraron su lugar. A esta notable omisión se debe la reacción humanista durante el Renacimiento contra todo el sistema escolástico. En la práctica, la enseñanza de la ciencia era muy escasa. La aritmética consistía en la numeración; la geometría en los tres primeros libros de Euclides; la astronomía iba poco más allá del calendario y del modo de calcular la fecha en que cada año caerían las Pascuas; física y música eran muy elementales. Había muy poco contacto con la naturaleza y con las artes prácticas. Pero con el correr del tiempo, las universidades se convertirían en los centros de pensamiento y producción filosófica, por su misma naturaleza, cada vez más seculares, y su lenguaje y modos de pensar son los que darán lugar al surgimiento de la escolástica.

  35. Mientras la ciencia árabe alcanzaba su culminación y estaba pronta a estancarse, ya que al islamizarse las sociedades conquistadas los teólogos tomaron preponderancia sobre los científicos, Europa occidental vivía una verdadera revolución. Por empezar, el fin de las invasiones (de los vikingos, de los húngaros, de los sarracenos), que más o menos se produjo en el siglo X, generó una sociedad más abierta y menos a la defensiva. Al mismo tiempo, nuevas técnicas agrícolas permitían aumentar la producción.A veces es impresionante ver la pequeñez de estas innovaciones en relación al resultado que produjeron: por ejemplo, la adopción del arado eslavo (común en el norte de Europa), más pesado que el romano, que permitía arar la tierra en profundidad; la utilización del caballo como animal de tiro y no sólo de guerra, resultado del descubrimiento de nuevas formas de enjaezarlo al arado sin ahogarlo, lo cual multiplicó su potencia por diez; la proliferación de las fuentes de energía con la incorporación de molinos hidráulicos y eólicos de diseño más eficiente. Todo permitió un mejoramiento de la dieta y, en consecuencia, una reducción de las hambrunas y mejora de la salud en general, lo cual condujo al aumento sostenido de la población, que, con idas y vueltas, se triplicó entre los siglos XI y XIV.

  36. Guillermo de Ockham (1284-1349) fue el pensador más importante del siglo XIV europeo, el que de alguna manera anunció el final de la escolástica medieval y el que estableció un nexo (temprano, por cierto) con lo que sería la nueva ciencia que representaría Galileo, doscientos cincuenta años más tarde.

    Ockham proclamó un dualismo parecido entre poder temporal (el emperador) y espiritual (el Papa): el Papa no era sino un príncipe de la Iglesia, falible como cualquiera, y por tanto ya no el árbitro de la verdad; los príncipes temporales, por su parte, se ocupaban de las cuestiones civiles y no tenían que rendir ningún tipo de pleitesía al Papa. No es extraño que tuviera que escaparse de Aviñón: en sus últimos escritos, reclamó la separación de la Iglesia y el Estado, avanzó singularmente hacia la tolerancia y la libertad de pensamiento («fuera de la teología, cada uno debería ser libre de decir lo que le parezca y le plazca»), valores que ya prenunciaban el Renacimiento, que todavía tendría que esperar un siglo para aparecer. En fin: Guillermo de Ockham fue un pensador múltiple y feraz que adivinó la tolerancia y el pensamiento libre, que enfocó los principales problemas de su época y la liberó de la pesada carga del dilema razón-fe. ¿Y la navaja de Ockham? Es una concepción que tiende a excluir del mundo y de la ciencia, en nombre de la economía de pensamiento, a todos los entes y conceptos superfluos, y, antes que nada, a los conceptos y los entes puramente metafísicos. En rigor, lo que él enunció fue que «no se debe multiplicar de manera innecesaria el número de los entes», y que cuando estamos ante dos teorías igualmente explicativas, se debe elegir la más simple. Tras pasar por su navaja, la idea de Dios es totalmente distinta: en tanto no podemos tener experiencia directa de su existencia, sólo puede tenerse fe, y ésta no tiene nada que ver con la ciencia; de esta manera parece salvarse finalmente la necesidad de congeniar constantemente la palabra de Dios con la naturaleza que se percibe. Las complejas disquisiciones teológicas empiezan a perder atractivo y el mundo comienza a ser el lugar en donde deben buscarse las respuestas.

  37. Pero indisimuladamente y de a poco aparecía un nuevo actor social, la burguesía, que fue introduciendo un nuevo concepto: como busca el enriquecimiento, le interesa el progreso y el poder, no el estancamiento, y, además, basa sus capacidades ya no en la propiedad de tierras, baremo de todo en la Alta Edad Media, sino en algo mucho más abstracto, el dinero, que poco a poco va corroyendo las fronteras sociales basadas en la sangre y en la tierra. Y, lo más importante, la burguesía mira hacia el futuro.Este proceso fue lento y, si ustedes quieren, no se completó del todo hasta el siglo XVIII, muy lejos del momento en que les hablo. Pero la ciudad y su crecimiento contribuyeron a fortalecer el proceso de abstracción, la reducción a las medidas y a las contabilidades, enormemente simplificada por la irrupción de los números arábigos, gracias, entre otros, a Leonardo de Pisa (Fibonacci).

  38. Pero comprobar que una bruja era efectivamente una bruja resultaba más difícil de lo esperado. Como las pruebas que la delataban eran inconsistentes, se inventaron evidencias ad hoc y se asignaron propiedades maléficas a determinadas cosas que, hasta entonces, habían sido perfectamente neutras. La creencia de que las hechiceras amamantaban a sus hijos con sangre o con un tercer pecho llevó a considerar cualquier malformación en el cuerpo en un determinante irrefutable de brujería. Ni hablar si, en la «escena del crimen», se encontraba algún inofensivo muñequito estilo vudú.  Despreciable… muchas personas directamente vivían de la caza y quema de brujas, ya que era un trabajo muy bien pago: Matthew Hopkins, el joven inquisidor que lideró la masacre en Inglaterra entre 1645 y 1647, obtenía alrededor de treinta libras al día, cuando el salario medio era quinientas veces menos.La palabra «magia» se originó en los magi, sacerdotes del dios Mitra (el dios persa de la luz solar, con gran influencia en la Roma imperial tardía) que fueron reconocidos como «sabios» por la cultura griega. La magia estaba, de algún modo, asociada a la sabiduría, como aparece en los cuentos tradicionales folklóricos. Y esta imagen incluso subsiste en la figura del «sabio loco» moderno: pensemos, por ejemplo, en el Dr. Emmet Brown (Christopher Lloyd), el científico de Volver al futuro de Zemeckis, a quien se lo presenta funcionalmente como un hechicero excéntrico y solitario, que se dedica a prácticas que nadie más que él comprende (y que, por lo tanto, parecen mágicas), pero que, finalmente, es el que tiene razón y resuelve los problemas. La magia, o la creencia en la magia, está naturalmente asociada a la brujería, cuya persecución empezó a arreciar en esta época, desatando una etapa verdaderamente trágica: la propia Iglesia aceptaba como verdaderos los poderes de los brujos y magos, pero sostenía que estaban canalizados de mala
  39. En la época de Colón la esfericidad de la Tierra ya era un hecho perfectamente establecido (en el mismo año 1492 ya se hizo un globo terráqueo). Todo el mundo, o por lo menos todo el mundo ilustrado, sabía perfectamente que la Tierra es esférica y tenía una idea aproximada de sus dimensiones. Aunque, y no deja de sorprenderme, Copérnico, en su gran libro, cree necesario tratar el punto y demostrar la redondez de la Tierra, unos cuantos años después del viaje de Magallanes. Pero hasta tal punto se confiaba en la redondez de la Tierra, que en el año 1487 el rey Juan II de Portugal —de acuerdo con una comisión de expertos— autorizó a dos navegantes, Fernando Dulmo y João Estreito, para que navegaran hacia el Oeste intentando descubrir la isla de la Antilla, una isla que, según se creía, estaba en medio de La Mar Océano (como entonces se llamaba al Atlántico.
  40. Aunque la expedición de Dulmo y Estreito jamás regresó, nadie se permitía dudar sobre la redondez de la Tierra: el punto de conflicto entre Colón y los «sabios de la época» era muy otro. Colón basaba su idea en una estimación completamente falsa —o por lo menos totalmente especulativa— sobre la distancia a cubrir entre Europa y las Indias navegando hacia el Oeste: el Gran Almirante sostenía que se trataba, a lo sumo, de 4.500 kilómetros, y los geógrafos le contestaban que esa cifra era un disparate, con lo cual estaban mucho más cerca de la verdad que Colón. La verdadera distancia es de diecinueve mil quinientos kilómetros, que con algunas variantes era una cifra que manejaban los que se le oponían. Colón seleccionó mapas que favorecían su idea, y se basó también en afirmaciones un tanto arbitrarias de Marco Polo, el gran viajero del siglo XIII, según las cuales Japón estaba a dos mil quinientos kilómetros de la costa de China. También es posible que hubiera oído hablar de los viajes de los vikingos, que a partir del siglo X habían llegado a América por el Norte e incluso establecido una colonia permanente en lo que ellos llamaban «la tierra de Vinland». A partir de comienzos del siglo XIV, al bajar la temperatura, en lo que se conoce como «la pequeña edad de hielo», los viajes vikingos por el norte helado se hicieron imposibles. Lo cierto es que Colón manipuló cálculos y mapas de Alfageno, científico musulmán del siglo IX, y logró autoconvencerse de que Japón se encontraba a sólo 4.300 kilómetros al oeste de las Islas Canarias, cifra completamente ridícula, porque según ella Japón estaba ubicado más o menos donde está Cuba. Esto era forzar demasiado la geografía de la época, y no es de sorprender que los cosmógrafos consultados por los reyes de Portugal y Castilla consideraran irrazonable la empresa. Naturalmente, ellos no podían adivinar que en el medio se iba a interponer la barroca figura de América. Pero tampoco lo adivinó Colón, que además, cuando la tuvo delante, fue incapaz de darse cuenta de que estaba en un nuevo continente y no en el Japón, como sostuvo hasta el final de su vida.

  41. Si el mundo clásico, para los medievales, era motivo de nostalgia y de confirmación de la decadencia que veían alrededor, para los humanistas del Renacimiento resultó ser una especie de energizante que los convencía a cada momento de la irreductibilidad de ese mundo al esquema construido por el cristianismo. Desconfiaron de que pudieran conciliarse lo medieval con lo moderno y descubrieron, así, la conciencia histórica de su propia época: rechazaron el latín corrompido de las universidades, la lengua de expresión por antonomasia de las discusiones sin sentido del escolasticismo tardío, y renunciaron a una restauración imposible del Imperio. Aunque leyeron con aplicación a los filósofos romanos, como Cicerón y Séneca, su horizonte cultural es más bien griego que romano: pretendieron fundar la nueva Atenas en Florencia, el indiscutible epicentro de la renovación cultural (y recordemos que fundar una Nueva Atenas había sido el sueño irrealizable de Alcuino de York durante el breve renacimiento carolingio del siglo XI). Pero lo que más nos importa a nosotros es que los humanistas ayudaron a restablecer, como lo había empezado a hacer Tales de Mileto unos dos mil años atrás, la plena autonomía de la naturaleza, de modo tal que apareciera como digna de ser estudiada no sólo de manera general sino también en sus estructuras particulares (y aquí vemos la influencia triunfante del nominalismo de Guillermo de Ockham). No es que el programa renacentista careciera de un trasfondo teórico general, pero, cada vez más, se fue cargando con las demandas de lo práctico: no se trata ya solamente de lograr una atractiva construcción intelectual que explique las cosas, sino, más bien, de obtener conocimientos que sirvan para la acción en el mundo. Estos conocimientos técnicos son, precisamente, los que el intelectual renacentista se siente autorizado a valorar gracias a su interpretación operativa, no contemplativa, del saber. El nuevo enfoque, que exige la experimentación, tiende a transformar radicalmente el propio método de estudiar la naturaleza, renunciando de manera definitiva a hacer coincidir la ciencia con la investigación de teorías generales destinadas a explicar la totalidad del universo en un sistema cerrado y completo. Detrás de ese nuevo método, lo que se percibe es el progreso de una visión individualista del mundo, que concede la primacía a la experiencia personal, a la intuición inmediata e incomunicable, al encuentro directo con lo real concreto.

  42. En algún momento mencioné a Fibonacci (1170-1250), que había nacido en el norte de África, viajado extensamente por el Islam y que en el siglo XIII contribuyó decisivamente a la introducción de los números arábigos, que simplificaron la notación y permitieron aligerar y llevar más fácilmente las contabilidades (habilidad cara a la burguesía creciente) aunque, de todos modos, convivieron mucho tiempo con la numeración romana, más pesada y difícil para los cálculos.La cosa es que Fibonacci condensó todo el saber aritmético de su época en su Liber Abaci, en cuya tercera sección aparecen los conejos. El problema es el siguiente: un hombre pone una pareja de conejos en un lugar cerrado, ¿cuántos pares de conejos pueden crearse a partir de esa pareja inicial en un año, si cada mes cada pareja engendra una nueva pareja, que se hace fértil a partir del segundo mes? Resolviendo este problema, Fibonacci se encontró con una serie que describía la proliferación de los conejos: 1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34… Noten que cada número es la suma de los dos precedentes. Lo curioso es que la serie de Fibonacci aparece en numerosos sectores de las matemáticas, y anche de la naturaleza misma (como por ejemplo la espiral de ciertos caracoles, las flores del girasol o las falanges de nuestros dedos) y tiene una serie de propiedades suculentas, de las cuales la no menos importante es que el cociente de dos términos consecutivos converge al famoso «número de oro» que fascinó a los renacentistas.
  43. La primavera, de Botticelli, uno de los cuadros más emblemáticos del quattrocento italiano, ya nos muestra un panorama por completo distinto al de la pintura medieval. Todo lo que ocurre en el cuadro, todos los «fenómenos» tienen un carácter simbólico: la escena representa un rito pagano, tan caro a los renacentistas. Los personajes (en general tomados de la realidad) están caracterizados como dioses griegos (Mercurio, Venus, las Gracias), casi desnudos y en su tamaño natural, y con un complejo simbolismo filosófico que requiere un hondo conocimiento de cultura renacentista para interpretarlo. Pero si miran las figuras van a ver que el trabajo ya no es icónico sino realista: un buen ejemplo es el rostro de Giuliano de Médici (hermano de Lorenzo el Magnífico), el personaje a la izquierda: es un verdadero retrato.
  44. Pero el peor error de Aristóteles, para Benedetti, fue que negara la existencia del vacío con el argumento de que la velocidad de un cuerpo allí sería infinita en acto. Nada más falso: dado que la velocidad es proporcional al peso específico del cuerpo, retardada, pero no dividida por la resistencia, se ve que su velocidad no aumentaría indefinidamente al disminuir la resistencia del medio, y que cuando la resistencia se hiciera cero, es decir, en el vacío, alcanzaría una velocidad finita (es decir, no infinita) que dependería de su densidad. Por lo tanto, todos los cuerpos compuestos de una misma materia caerían en el vacío con la misma velocidad.
    Compuestos de la misma materia… levantar esta condición conducirá a la ley de la caída de los cuerpos que enunciará Galileo.
  45. Probablemente fue en Italia donde Copérnico se convenció de que los problemas de la astronomía no tenían otra solución que un cambio radical hacia una teoría heliocéntrica y que no alcanzaba con introducir la rotación diurna, sino también el movimiento orbital, que ya era otro cantar. Buscó antecedentes de un modelo similar, y encontró que Cicerón hablaba de Hicetas de Siracusa (siglo V a.C.) y su convicción de que la Tierra se movía; se topó con que los pitagóricos ya lo habían postulado (aunque, como recordarán, el sistema de los pitagóricos como Filolao, no hacía que la Tierra girara en torno del Sol, sino que todos los cuerpos celestes, incluidos la Tierra y el Sol, giraran en torno de un «fuego central», en un sistema absolutamente fantasioso y sin fundamento observacional) y con que Heráclides Póntico (siglo IV a.C.) también había afirmado que la Tierra giraba.
    Y así… empecé yo también a pensar que la Tierra se movía. En cuanto a la teoría heliocéntrica en sí, hasta donde se sabe hoy, fue concebida por primera vez por Aristarco de Samos (320-250 a.C.), a quien curiosamente no nombra. Sobre este asunto tengo un curioso dato, que leí alguna vez y que no he podido después ubicar, pero lo cuento con todas las precauciones del caso: en el primer manuscrito del De Revolutionibus, Aristarco aparece tachado por mano del propio Copérnico. La memoria es falible, y puede ser que haya sido en alguna versión del Commentariolus (también puede ser una ilusión, un recuerdo falso), pero en cierto modo encaja, porque, dada la revisión de textos clásicos que hizo nuestro astrónomo, es realmente imposible que no hubiera leído sobre Aristarco. El misterio es por qué no lo puso como antecedente.
  46. Tampoco fue el primero en atribuir movimientos a la Tierra; ya lo habían hecho en la Antigüedad Aristarco de Samos o los pitagóricos Filolao y Heráclides Póntico. La rotación terrestre, por su parte, había sido propuesta, entre otros, por Nicolás de Cusa y analizada a fondo por Nicolás de Oresme. Y sin embargo, fue él solo quien, pese a las imperfecciones, construyó el primer sistema heliocéntrico completo, coherente; quien movió al mundo de su lugar fosilizado en el centro del sistema, lo lanzó a través del espacio y armó, con todos sus errores y dificultades, una estructura coherente y tenaz, capaz de competir con Tolomeo. Fue él quien realizó un esfuerzo intelectual tan enorme, que el término «revolución copernicana» quedó acuñado para describir cualquier cambio de fondo en las concepciones del mundo. No es posible pensar que Copérnico no comprendiera las consecuencias de la reforma que había emprendido, la cantidad de cosas establecidas con las que rompía, la manera en que alteraba la cosmovisión y la imposibilidad de una vuelta atrás. Tenía que sospechar que estaba sacando el ladrillo de abajo de la enorme construcción aristotélico-tolemaica. Y una vez hecho, era sólo cuestión de tiempo que el edificio entero se derrumbara. La hazaña de Copérnico no fue solamente una revolución astronómica, sino una revolución filosófica y cultural. Mover a la Tierra es algo que trasciende lo puramente astronómico. Si la Tierra no está en el centro del mundo, tampoco se entiende por qué tiene que estar en el centro de la creación. Y si es un planeta como los demás, no se entiende por qué debería estar compuesta por elementos diferentes: los dos mundos (sublunar y supralunar), tan tajantemente separados durante dos mil años, empezaban a mezclarse. Es interesante que en medio del humanismo, que trasladaba la atención del cielo a la tierra, Copérnico produjera un desplazamiento tan brutal de los intereses humanos en la lista de prioridades del universo. Copérnico descentró al hombre, le dio una primera pauta de su poca importancia; una Tierra equivalente al resto de los planetas es una Tierra mucho más laica y secular. Copérnico nos hace ser lo que somos, seres perdidos en un universo tan vasto que no podemos siquiera imaginar, pero sí intentar comprender. Copérnico nos enseñó a todos que una revolución completa es posible, nos mostró el poder de la mente humana, capaz de dar vuelta de un saque dos mil años de tradición y ver más allá de lo que ven nuestros ojos. Copérnico está en la base misma de todas nuestras ideas sobre el mundo, es el pilar sobre el que se apoya la modernidad. Su intento fue desmesurado, una utopía astronómica superior a sus fuerzas (y a las de la época), que necesitó ciento cincuenta años para concretarse. Dediquemos un admirado y cariñoso recuerdo a uno de los pensadores y científicos más grandes de la historia.
  47. En 1609 publicó su obra maestra, Astronomía nueva, donde se enuncia su primera ley, que reemplaza las órbitas circulares por órbitas elípticas con el Sol en uno de los focos:
    Los planetas se mueven en torno del Sol siguiendo elipses y el Sol ocupa uno de los focos. Era el fin del mandato de Platón: la circunferencia (o la esfera) era una cerradura demasiado estrecha, un instrumento muy grueso como para mirar la realidad. Kepler forzó de una vez por todas esa cerradura y destruyó el mandato que había respetado Copérnico, ¡y respetaría el mismísimo Galileo! Kepler y sus elipses no tienen precursores. Nadie antes había sospechado siquiera nada así (aunque Tycho, parece, deslizó que la órbita del cometa de 1575 podía ser ovalada, y también parece —aunque no es seguro— que un tal Arzaquel de Toledo —1029-1087— sugirió la idea de las órbitas elípticas, aunque basándose en datos totalmente equivocados; de todos modos, Kepler no pudo tener noticias de él). La primera y la segunda leyes de Kepler, junto a la tercera, que enunció recién en 1619 y que dice que los cuadrados de los períodos de los planetas son proporcionales a los cubos de los ejes mayores de las respectivas órbitas (relacionando así las distancias con los tiempos de revolución), completan el sistema de Copérnico enunciado cincuenta años antes y lo dotan de elegancia y simplicidad. Ya no hace falta recurrir a epiciclos y otras antiguallas, ni al asqueroso «sol medio» para hacer encajar en círculos, a la fuerza, órbitas que en realidad eran elípticas. Y además —esto hay que decirlo— la tercera ley permite deducir la ley de gravitación universal de una manera elegantísima, aunque un poco complicada para ponerla aquí. También las dos primeras lo permiten, como demostrará Newton.
  48. Toda la física, hasta Galileo, consideraba que la tendencia natural de un cuerpo en movimiento era el reposo: de ahí los «tientos solares» de Kepler, que empujaban a los planetas para que no se detuvieran.
    Galileo enfrenta esa idea con su principio de inercia, piedra de toque de toda la ciencia moderna, que resuelve todas las idas y vueltas de dos mil años sobre el movimiento:
    Un cuerpo que se mueve sin rozamiento con velocidad uniforme, persiste en su movimiento eternamente: el movimientouniforme (es decir, el rectilíneo con velocidad constante) es un movimiento autosostenido, que no necesita de motor alguno, y que, como veremos, ya no es una propiedad del cuerpo como sostenían tanto los peripatéticos como los físicos del impetus. Pero lo que es interesante aquí, además, es la mezcla de experimento fáctico y experimento mental: veremos que la ciencia moderna (y Newton lo dejará muy claro), participará de esa «composición de análisis», del mismo modo que la piedra participaba de la composición de movimientos. La idea de experimento mental se las trae, porque lleva implícita la idea de que la naturaleza funciona de manera racional y matemática, igual que nuestro cerebro. Antes de hacer algunas aclaraciones sobre el principio de inercia de Galileo, que no tuvo la forma acabada que le darán Descartes o Newton, vamos a la otra clave de bóveda que cimentará la nueva teoría del movimiento: la relatividad.
  49. Al mismo tiempo, del principio de relatividad se puede deducir el principio de inercia: si el movimiento no es una propiedad de los cuerpos sino un estado relacional, un cuerpo que se mueve en línea recta y con velocidad uniforme obviamente no tiene por qué detenerse. ¿Por qué habría de hacerlo? Al fin y al cabo, el movimiento de ese cuerpo puede ser aparente y deberse simplemente al movimiento del punto de referencia, y si aparentemente se detiene frente a un punto de referencia, puede no hacerlo frente a otros. O bien puede detenerse respecto de un punto de referencia pero seguir moviéndose respecto de otros, así como la botella apoyada sobre la mesa del camarote de un barco se sigue moviendo respecto de la costa. Si al lado de nuestro barco navega otro, con la misma velocidad uniforme y dirección, la botella estará en reposo respecto de este segundo barco, y en movimiento respecto de la costa. Si el segundo barco se detiene repentinamente, la botella empezará a moverse respecto de él, al mismo tiempo que de la costa. Detenerse significa pasar del movimiento al reposo, pero el reposo no es más que una ilusión. Así y todo, y a pesar de la inmensa novedad de la propuesta, Galileo no llegó a la formulación moderna del principio de inercia: su enunciado es el de un principio de inercia circular, en el cual los objetos no tienen un movimiento rectilíneo uniforme, sino que mantienen siempre la misma distancia respecto del centro de la Tierra. En fin: Galileo funda la mecánica moderna antes de 1610, pero la exposición sistemática de sus resultados tendrá que esperar hasta 1638, con la publicación de los Discorsi. En el medio hubo un acontecimiento, mejor dicho un aparato, que lo llevó a levantar sus ojos de la tierra al cielo, y reorientó por un buen tiempo sus investigaciones.
  50. Copernicano, amigo de protestantes y herejes, cuestionador de los jesuitas: los cargos se iban superponiendo mientras Galileo, tenaz, insistía en que la teología no interfiriera con la ciencia y que la «autoridad» de la Biblia no se entrometiera en las investigaciones científicas. Dirigiéndose a los jesuitas que se arrogaban la prioridad en el descubrimiento de las manchas solares, Galileo aseguraba que los teólogos poco tenían para decir en tales materias.
    Porque ello sería como si un príncipe absoluto, a sabiendas de que puede mandar y hacerse obedecer libremente, quisiera, sin ser médico ni arquitecto, que se medicara y construyese a su antojo, con grave riesgo para la vida de los míseros enfermos y manifiesta ruina de los edificios. Con esto bastaba. La situación de Galileo era sospechosa para una Iglesia que, atacada por varios flancos (o por lo menos, que convivía con esa sensación), estaba en pleno proceso de intentar reconstruir su poder. Pero nuestro protagonista seguía tranquilo porque confiaba en la eficacia de su alegato y en las amistades que tenía en Roma. En realidad, él no pretendía destruir la religión, sino que la Iglesia abandonara sus posiciones reaccionarias y se aggiornara, aceptando la nueva ciencia. De hecho, fue la intransigencia oscurantista y autoritaria de la Iglesia lo que transformó el conflicto en un enfrentamiento entre Fe y Razón. En 1615, cuando estaba ya próximo a cumplir 52 años, Galileo obtuvo un permiso para ir al Vaticano a finales de año con el propósito de aclarar la situación. Lo hizo desoyendo los consejos del embajador de Toscana en Roma, quien afirmó que en ese momento, a diferencia de 1611, existía un ambiente hostil, y sugirió que otra visita no haría sino empeorar las cosas. El 11 de diciembre de 1615, Galileo se convirtió en huésped oficial del embajador en la residencia de éste en Roma. Y así empezó todo. Su contrincante en lo que habría de ser el primer choque era un viejo conocido: el jesuita y ahora cardenal Roberto Bellarmino, teólogo papal, y el poder detrás del trono del Papa. Bellarmino distaba mucho de ser un ignorante obtuso; por el contrario, era el teólogo más influyente de su tiempo y el mayor experto en el pensamiento de los padres de la Iglesia (según los cuales y únicamente según ellos podía interpretarse la Biblia, como había dispuesto el Concilio de Trento). Pero, no lo olvidemos, había participado de la siniestra condena de Giordano Bruno a la hoguera. Vale la pena que le dediquemos unas palabras a Bruno, triste antecedente del destino que enfrentaría Galileo.
  51. El problema es que Galileo era indudablemente «culpable» (de un «delito» por cierto imperdonable para la Iglesia: la disidencia intelectual) y poco podía decir a su favor. Era cierto que había defendido y sostenido el sistema copernicano desde la prohibición y era muy fácil de demostrar. Había un libro publicado, un libro que poco pie daba a las ambigüedades, y todo el mundo sabía sobre el copernicanismo galileano. No podía engañar a nadie.
    En junio el proceso se reanudó con nuevos interrogatorios y finalmente Galileo terminó por reconocer todo lo que se le pedía, con lo cual se lo consideró confeso de las acusaciones en su contra, y se lo conminó a decir toda la verdad, amenazándolo con la tortura (y no es arbitrario pensar que pueden haberle mostrado los instrumentos de tortura con una explicación de sus efectos para que, amablemente, confesara más rápido).
    Durante el interrogatorio, el acusado respondió que no adhería a la doctrina condenada:
    Hace mucho tiempo, yo era indiferente y consideraba ambas opiniones, la de Tolomeo y la de Copérnico, como un tema abierto a la discusión en la medida en que cualquiera de ellas podía ser verdad en la naturaleza. Pero después de dicho decreto, convencido de la sabiduría de las autoridades, dejé de dudar y sostuve, y aún sostengo, como la más verdadera e indiscutible, la opinión de Tolomeo, es decir, la estabilidad de la Tierra y el movimiento del Sol. Galileo admitía haber sido copernicano hasta que se lo prohibieron. Así firmó y recitó su retractación definitiva:
    Yo, Galileo, hijo de Vincenzo Galileo de Florencia, a la edad de 70 años, interrogado personalmente en juicio y postrado ante vosotros, Eminentísimos y Reverendísimos Cardenales, (…) juro que siempre he creído, creo aún y, con la ayuda de Dios, seguiré creyendo todo lo que mantiene, predica y enseña la Santa, Católica y Apostólica Iglesia. Pero, como, después de haber sido jurídicamente intimado para que abandonase la falsa opinión de que el Sol es el centro del mundo y que no se mueve y que la Tierra no es el centro del mundo y se mueve, y que no podía mantener, defender o enseñar de ninguna forma, ni de viva voz ni por escrito, la mencionada falsa doctrina, y después de que se me comunicó que la tal doctrina es contraria a la Sagrada Escritura, escribí y di a la imprenta un libro en el que trato de la mencionada doctrina perniciosa y aporto razones con mucha eficacia a favor de ella sin aportar ninguna solución, soy juzgado por este Santo Oficio vehementemente sospechoso de herejía, es decir, de haber mantenido y creído que el Sol es el centro del mundo e inmóvil, y que la Tierra no es el centro y se mueve. Por lo tanto, (…) con el corazón sincero y fe no fingida, abjuro, maldigo y detesto los mencionados errores y herejías y, en general, de todos y cada uno de los otros errores, herejías y sectas contrarias a la Santa Iglesia. Y juro que en el futuro nunca diré ni afirmaré, de viva voz o por escrito, cosas tales que por ellas se pueda sospechar de mí; y que si conozco a algún hereje o sospechoso de herejía, lo denunciaré a este Santo Oficio o al Inquisidor u Ordinario del lugar en que me encuentre. Yo, Galileo Galilei, he abjurado, jurado y prometido y me he obligado; y certifico que es verdad que, con mi propia mano he escrito la presente cédula de mi abjuración y la he recitado palabra por palabra en Roma, en el convento de Minerva este 22 de junio de 1633.
  52. La condena fue la prisión de por vida. Primero se le conmutó por un arresto domiciliario en la embajada de Toscana en Roma; luego pasó a estar bajo la custodia del arzobispo de Siena (que simpatizaba con él) y finalmente todo quedó en el confinamiento en su propio domicilio cerca de Arcetri, desde principios de 1634. La vigilancia no fue demasiado estricta: en su aislamiento, Galileo recibía visitas, se carteaba con múltiples científicos europeos y, lo que es más importante, tuvo tiempo de terminar el más importante de todos sus libros, Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos ciencias nuevas (denominado habitualmente Dos nuevas ciencias), que recopilaba todos sus trabajos sobre mecánica, inercia y péndulos y describía su concepción del método científico, aplicando el tratamiento matemático a temas cuyo estudio hasta entonces había sido prerrogativa de los filósofos. El manuscrito se sacó clandestinamente de Italia y Louis Elzevier lo imprimió en Leiden en 1638. En sus últimos años, se quedó completamente ciego y le escribió a un amigo:
    Ay de mí, Señor mío… Galileo, vuestro servidor está, completa e irreparablemente ciego. ¡Cuánto dolor! ¡¡Cuánta injusticia!! Ese cielo, ese mundo y ese universo que yo, con maravillosas y claras demostraciones, había ampliado cien y mil veces más allá de cuanto vieron todos los sabios de la historia, ahora se ha vuelto diminuto, se ha restringido hasta un punto que no es mayor que el espacio que ocupa mi persona.
    Galileo murió en Arcetri mientras dormía durante la noche de 8 al 9 de enero de 1642, unas pocas semanas antes del día en que habría cumplido 78 años.
  53. El cosmos tradicional, heredado de la Antigüedad y la Edad Media, era un lugar cerrado por la esfera exterior de las estrellas fijas, que Copérnico, como vimos, no había tocado, fuera de la cual no había nada, y dentro de la cual el espacio estaba rigurosamente jerarquizado: espacio perfecto y supralunar, espacio imperfecto y mudable sublunar, donde cada cuerpo se movía según un sistema de lugares previamente asignados, o mejor, signados, y donde no existía el vacío. Cuando Copérnico alteró la visión geocéntrica, mantuvo las esferas y la finitud del universo, o por lo menos no se metió mucho con ellas. Kepler argumentó en favor de la finitud del cosmos y la existencia de la esfera de las estrellas fijas. Galileo no incursionó demasiado profundamente en el problema de la unicidad del mundo, aunque la supuso (o la sobrentendió). En el año 1600, Giordano Bruno había sido quemado —entre otras cosas— por postular un espacio infinito, con infinidad de sistemas solares, y en el que todos los lugares eran equivalentes, uniformemente llenos de materia sutil. El sistema de Descartes, que rechaza el vacío por constituir (para él) una imposibilidad lógica, es, probablemente, el primero que presupone un espacio indeterminado, aunque lleno de materia sutil, cuyos torbellinos aportaban la cantidad de movimiento constante para el funcionamiento del mundo. Indeterminado, no infinito, palabra que reserva sólo para Dios.
  54. Y es que al leer los Principia uno se queda pasmado, completamente pasmado. Todos los fenómenos mecánicos del mundo quedan explicados con el más exquisito rigor: los móviles, el movimiento, las mareas, los planetas, los satélites, las estrellas, las elipses de Kepler, los cometas… Todo. Realmente es el libro de la Naturaleza reclamado por Galileo, escrito en caracteres matemáticos (básicamente geométricos), en el que todo está comprendido y explicado. Resulta increíble que semejante obra haya sido el producto de una sola persona, y no extraña que Newton haya tenido después una crisis nerviosa que lo puso al borde de la demencia.

    La verdad es que uno se queda sin palabras para describirlo.

    Los Principia de Newton inauguran de manera formal y orgánica la física moderna, resumen un siglo y medio de búsqueda y tanteo —en el que hay que incluir figuras del calibre de Copérnico, Galileo, Giordano Bruno, Tycho Brahe, Kepler, Descartes, Hooke—, unifican de golpe toda la mecánica del mundo, establecen leyes que describen el movimiento de todos los cuerpos, fundan una metodología, derrumban para siempre la concepción aristotélica y fabrican un nuevo universo, limpio y vacío, donde las leyes de la física se cumplen con geométrica pulcritud.

  55. Los Principia exponen la física como un conjunto de proposiciones, axiomas y definiciones, con riguroso estilo matemático. Ya en el primer libro enuncian la ley de inercia, la de proporcionalidad entre la fuerza y la aceleración, y el principio de acción y reacción.

    LEY I

    Todo cuerpo persevera en su estado de reposo o de movimiento uniforme o rectilíneo en tanto que no sea obligado por fuerzas impresas a cambiar su estado.

    (Principio de inercia)

    LEY II

    El cambio de movimiento es proporcional a la fuerza motriz impresa y ocurre según la línea recta a lo largo de la cual aquella fuerza se imprime.

    (F = m. a: la fuerza no produce movimiento sino cambio del estado de movimiento)

    LEY III

    Con toda acción ocurre siempre una reacción igual y contraria, o sea las acciones mutuas de dos cuerpos siempre son iguales y dirigidas en direcciones opuestas.

    (Principio de acción y reacción)

    Si bien es cierto que la primera había sido utilizada por Galileo (aproximadamente, ya que como vimos el principio de inercia galileano era circular) y enunciada por Descartes, y la segunda había sido empleada con éxito por Huygens, es en los Principia donde se elevan a la categoría de cimientos, de leyes fundadoras de toda la mecánica y válidas para toda la materia. Con estas tres herramientas, Newton desarrolla la dinámica de la masa puntual demostrando, entre otras cosas, la ley kepleriana de las áreas como un teorema y demostrando también que un cuerpo que cumpla las leyes de Kepler se mueve según una fuerza central inversamente proporcional al cuadrado de la distancia. En este primer libro, y en el segundo, establece sobre bases firmes la cinemática y la dinámica, como preludio al tercero, con el promisorio título de «Sistema del mundo matemáticamente tratado». Título tentador, por cierto, que no defraudaría a nadie.

  56. Halley desarrolló su interés por los cometas intercambiando una avalancha de cartas en las que discutía el tema con Newton y demostrando que muchos de ellos recorrían órbitas elípticas alrededor del Sol. En 1682 había pasado un cometa y, estudiando los datos históricos, Halley comenzó a sospechar que ese mismo cuerpo era el que había sido visto y descripto en 1607 por Kepler y 76 años antes por Petrus Apianus. Predijo entonces que el cometa de 1682 regresaría «hacia el año 1757», cumpliendo así las leyes de Newton. No fue exacto, pero efectivamente, el día de Navidad de 1758, 16 años después de la muerte de Halley y 15 después de la de Newton, el astrónomo aficionado Johann Georg Palitzsch vio, cerca de Júpiter, un punto de luz que se agrandaba noche a noche.

    ¡Era el cometa Halley, que volvía!

    Arrastrado por la Gran Ley de Gravitación Universal, acudía a la cita, aunque algo retrasado por culpa de la atracción de Júpiter y Saturno.

    La predicción del regreso del cometa Halley aportó una prueba formidable y Newton y la física de Newton se convirtieron en el paradigma de la física y de toda ciencia. No hubo disciplina que no aspirara al rigor newtoniano.

    Y, dicho sea de paso, las observaciones del cometa Halley se utilizaron para calcular la distancia de la Tierra al Sol, dando como resultado una cantidad equivalente a 153 millones de kilómetros, que se aproxima asombrosamente al resultado de la mejor medición moderna: 149,6 millones de kilómetros.

    Lo interesante es que el sistema de Newton logró un triunfo casi completo y se asentó como un sistema puramente mecánico, libre de las desafortunadas especulaciones de su propio autor sobre la intervención de la Providencia para garantizar a cada instante el cumplimiento de la Ley de Gravitación Universal. El espacio absoluto, infinito, vacío, profano, geométrico y euclideano de Newton, sobre el que fluye el tiempo continuo y matemático y donde la gravedad actúa a distancia, se impuso como visión del cosmos… y así se quedaría durante más de dos siglos, hasta que las poderosas manos de Einstein lo curvaran, sometiéndolo al rigor de nuevas geometrías.

    El problema —perturbador, por cierto— de la acción a distancia fue discretamente obviado y la naturaleza de la fuerza de atracción (sobre la que Newton afirmó al principio «que él no forjaba hipótesis» y que la trataba como una fuerza matemática) fue asimilada como una propiedad más en la materia sobre la que, precisamente, no se forjaban hipótesis. El problema quedó pendiente y otra vez hubo que esperar hasta 1915, cuando Einstein, al enunciar su Teoría General de la Relatividad, replanteó el asunto.

  57. La manzana de Newton juega en la historia de la ciencia un papel parecido al de la manzana de Adán y Eva en la cosmogonía judeocristiana: ambas están al fin relacionadas con el conocimiento, y en cierto sentido se puede decir que el mordisco dado a una (y la consecuente caída del sujeto) permitió la caída de la otra, y el ascenso del sujeto a la construcción de una explicación unificada, global y total, de la mecánica celeste y terrestre.

    La historia de la manzana fue contada por Voltaire, a quien se la contó, a su vez, la sobrina de Newton, que la recibió del propio Newton. Pero la versión que se ha popularizado, según la cual lo que descubrió nuestro protagonista en ese momento es que la Tierra atraía a la manzana, alteró por completo el verdadero significado de ese momento clave, si es que alguna vez ocurrió (si no ocurrió, como veremos, Newton tuvo sus buenas razones para inventarlo).

    Imaginemos la escena: Newton, forzado a la ociosidad por la epidemia que azota a Cambridge, se ha sentado bajo el manzano a reflexionar sobre los mecanismos del mundo. Ya se sabe —lo explicó Copérnico— que el Sol ocupa el centro del sistema. Ya se sabe —lo explicó Galileo— por qué no salimos disparados de la Tierra al moverse ésta, y también cuál es la ley que rige la caída vertical, por la fuerza que ejerce la Tierra y que ya se denomina gravedad. Los mecanismos del mundo sublunar, los que ocurrían en la Tierra, estaban explicados. Ya se sabe —lo expli­có Brahe— que las esferas de cristal son quimeras. Ya se sabe —lo explicó Kepler— que los planetas rodean al Sol describiendo elipses gracias a, según Kepler, una fuerza de tipo magnético que se ejerce a través de tientos magnéticos que salen del Sol.

    Es un día cualquiera, en el que a la Luna le toca ser vista de día muy por encima del manzano, de una de cuyas ramas se desprende una manzana fragante que cae a los pies del joven Newton. ¿Por qué ha caído la manzana? Porque la gravedad de la Tierra tiró de ella hasta el suelo, según la ley de Galileo. ¿Pero qué habría ocurrido si la manzana hubiera estado unos metros más arriba? No cabe duda de que la gravedad la alcanzaría igualmente y la haría caer. ¿Y si hubiera estado un poco más arriba aún? Lo mismo, por supuesto. ¿Hasta dónde llega esa fuerza de gravedad entonces? ¿Por qué habría de detenerse en el árbol o en cualquier otro sitio?

    Probablemente hasta el límite de la atmósfera… ¿pero esto tiene sentido? Claro que no. Si la manzana ubicada en el límite de la atmósfera cae, ¿por qué no habría de caer si está situada unos centímetros más arriba? ¿Acaso la gravedad se corta de repente?

    Es decir, piensa Newton, la gravedad llega hasta muy arriba, por ejemplo hasta la Luna. Pero si la atracción terrestre alcanza a la Luna y tira de ella hacia sí, eso significa que la Luna también está cayendo, sólo que lo hace de tal manera que esa caída permanente se convierte en un permanente girar. Entonces llega a una conclusión asombrosa: la misma fuerza que tira de la manzana es la que mantiene a la Luna en su órbita y la hace girar alrededor de la Tierra, tirando de ella.

    No hay una fuerza especial para los astros. La fuerza que mueve a la Luna alrededor de la Tierra es exactamente la misma que hace caer la piedra al suelo: la gravitación. De un solo golpe, Newton unifica la física del mundo, al establecer que dos fenómenos que en principio no parecen tener nada que ver responden a una sola e idéntica causa.

    Es un día cualquiera, un día en el que a la Luna le toca ser vista de día muy por encima del manzano, de una de cuyas ramas se desprende una manzana fragante que cae a los pies del joven Newton y le permite unificar el insoportable universo.

     

  58. Los estudios de Pasteur sobre la fermentación lo habían llevado a determinar que los orígenes de la putrefacción se debían a la acción de determinados gérmenes, diminutos organismos que atacaban las proteínas de los alimentos. Era imposible ignorar, a esta altura del partido, el tema del origen de esos gérmenes. ¿De dónde salían? ¿Era posible que, siendo ellos mismos agentes de la putrefacción, fueran producto de ella? ¿Eran, efectivamente, producto de una generación espontánea?

    Había un vasto grupo, liderado por Pouchet, que aseguraba que sí, mientras que Pasteur sostenía incansablemente que la cuestión era un poco más compleja.La generación espontánea no produce seres adultos, procede de la misma manera que la generación sexual que, como todos sabemos, es inicialmente un acto completamente espontáneo mediante el cual se unen en un órgano especial los elementos primitivos de un organismo,

    argüía don Pouchet. Fue entonces que intervino la Académie des sciences de París, que, para poner paños fríos al asunto y terminar de una vez por todas con la aparentemente irresoluble polémica, ofreció una recompensa de 2.500 francos a quien pudiera

    arrojar luz sobre la cuestión de la generación espontánea.

    Pasteur aceptó el desafío y logró doblegar a todos sus adversarios en la última famosa contienda que generó la ya por entonces vetusta teoría. En un verdadero duelo público de experimentos y contraexperimentos, Pasteur se propuso demostrar que el aire era el vehículo que transportaba a los microorganismos vivos.Filtró el aire inspirándolo a través de un tubo en el cual había intercalado un pedazo de algodón cuyas fibras detenían las partículas sólidas. Al disolver el algodón en una mezcla de alcohol y éter, las partículas retenidas se depositaban en el fondo y luego, cuando se las introducía en infusiones orgánicas previamente calentadas, los microbios comenzaban a multiplicarse.En otro de los experimentos, Pasteur colocó un caldo esterilizado en una serie de tubos con diferentes formas, diseñados especialmente para permitir el movimiento del aire pero impedir la circulación del polvo que acarreaba consigo los indeseados gérmenes. El líquido, como era de esperarse (o como nosotros ahora sabemos que ellos deberían haber esperado), permaneció cristalino por meses.Socarronamente, Pasteur solía decir:  ” Prefiero creer que la vida proviene de la vida antes de que viene del polvo”. También pudo mostrar, mediante experiencias igualmente ingeniosas y sencillas, que las sustancias fermentables expuestas al aire permanecen estériles siempre y cuando se limpie de gérmenes el aire en suspensión.

  59. Antes de Harvey, los conocimientos que se habían ido transmitiendo (y que se remontaban hasta Galeno y épocas aún anteriores) coincidían en que la sangre se fabricaba en el hígado y era transportada a través de las venas por todo el cuerpo para llevar alimento a los tejidos y se consumía totalmente en este proceso, de tal forma que se tenía que producir sangre nueva constantemente. Se consideraba que la función del sistema arterial era transportar el «espíritu vital» desde los pulmones y repartirlo por todo el cuerpo. En 1553, el médico y teólogo español Miguel Servet explicaba en su libro Christianismi Restitutio la circulación «menor» de la sangre, en la que ésta viaja desde el lado derecho del corazón hasta el lado izquierdo del mismo, pasando por los pulmones y no a través de unos diminutos orificios de una pared que dividía el corazón, como había dicho Galeno (la circulación menor había sido sostenida o intuida también por algunos médicos árabes). Servet planteó esa conclusión y la presentó como una digresión dentro de un tratado de teología. Pero sus puntos de vista eran heréticos respecto del calvinismo teocrático que campeaba en Ginebra, donde fue encarcelado y quemado en la hoguera en 1553. También sus libros fueron quemados y sólo se salvaron tres copias de Christianismi Restitutio.De todos modos, Servet no ejerció ninguna influencia sobre la ciencia de su época y Harvey no llegó a saber nada sobre su obra, aunque con toda seguridad sí conoció la de Realdo Colombo, rival de Vesalio, que había publicado en 1559 un tratado en el que sostenía que la sangre pasaba de la parte derecha del corazón a la izquierda a través de los pulmones. También en Padua, el médico galenista Eustaquio Rudio, en 1600, había reeditado una obra suya de 1587, donde describía la circulación menor, lo cual provocó una polémica de prioridades con Colombo. Como se ve, el tema estaba en el aire —o en la sangre— de la época.

    En realidad, desde Galeno en adelante siempre se había pensado que las venas y las arterias transportaban sustancias diferentes, es decir, dos tipos de sangre.La cosa es complicada, porque uno podría decir que el corazón está formado realmente por dos corazones en uno solo; la mitad de la derecha bombea sangre sin oxígeno hacia los pulmones, donde la sangre toma oxígeno y regresa a la mitad izquierda del corazón, que a su vez bombea la sangre oxigenada a todo el cuerpo. Uno de los puntos clave para Harvey fue la comprensión de la función de las válvulas venosas, que ya se conocían pero que fueron descriptas y estudiadas minuciosamente por su maestro en Padua, Fabricius de Acquapendente (1537-1619), en demostraciones públicas en Harvey y posteriormente en un libro con ilustraciones muy precisas publicado en 1603. Pero Fabricio no acertó a dar con la función de las mismas: pensó que lo único que hacían era frenar el flujo sanguíneo que partía del hígado para que pudiera ser absorbido por los tejidos del cuerpo.Harvey llegó a una conclusión diferente: las válvulas imponen un flujo de dirección único, que hace que la sangre viaje por las venas únicamente hacia el corazón, de donde tiene que salir como sangre arterial y viajar a través de diminutos capilares que unen los sistemas arterial y venoso, entrando así la sangre de nuevo en las venas. Por otra parte, combatía la creencia (que venía desde Galeno) de la existencia de diminutos poros que separaban los dos ventrículos del corazón:

  60. A los 22 años, con un ensayo sobre la mejor manera de iluminar las calles de París, recibió una medalla de oro de la Académie des sciences y a los 25 lo aceptaron como miembro gracias a un trabajo sobre el análisis de la pureza del agua de París. Pero lo importante del experimento no era, en realidad, la pureza del agua. Resulta que desde hacía siglos los alquimistas y luego los químicos (incluyendo al propio Boyle) habían comprobado que si se calentaba agua largo tiempo en un recipiente hasta que se evaporaba del todo, era posible juntar un fondo terroso, lo que mostraba que el agua se podía transformar, por lo menos en parte, en tierra. Lavoisier realizó la prueba pesando con precisión el agua, la tierra que quedaba y —genial— el recipiente en el que se hacía el proceso. Tras calentar todo durante varias horas comprobó que el peso de la «tierra» que había quedado luego de que el agua se hubiera evaporado ¡era exactamente igual que el que había perdido el recipiente! Es decir que la supuesta «tierra» no provenía del agua sino del recipiente. Conclusión: el agua no se transforma en tierra.En realidad, había logrado algo mucho más importante que destruir una creencia milenaria (que ese mismo año había destruido también Scheele); el experimento daba un golpe formidable a la hipótesis de la transmutación, pero, quizás más importante aún, daba un paso decisivo hacia el principio general, el eje sobre el que armaría todo su sistema y revolucionaría la química, dándole un carácter newtoniano: el principio de conservación de la materia. Tomó el concepto newtoniano de masa que el gran Isaac había definido, un tanto confusamente, como «cantidad de materia», la midió por su peso y estableció que nada podía surgir de la nada:

    La materia puede cambiar de forma, pero el peso total de la materia implicada en una reacción química sigue siendo el mismo.

    Esto es: las cosas se transforman pero no desaparecen ni aparecen de la nada; la materia, aquello que tiene masa y por ende peso, no podía crearse ex nihilo, sólo podía provenir de transformaciones de la materia misma, y de ahí en adelante, las cosas girarían alrededor de la balanza. No es que la balanza no se hubiera usado antes; tanto Boyle como Van Helmont se habían valido de ellas y lo mismo Black, Scheele y casi obsesivamente Cavendish. La habían usado, sí, pero no habían hecho de ella y, por ende, de la masa y de su conservación, el principio fundamental de su sistema. Pero ahora Lavoisier clavaba el pivote sobre el cual levantaría su edificio, el concepto de masa invariante, medida por su peso, una idea y una metodología absolutamente newtonianas. El mismo año del experimento de la balanza, ¡ay!, compró acciones en la Ferme Générale, una compañía privada responsable de cobrar los impuestos al tabaco, con las grandes ganancias que parecen acompañar durante todas las épocas a las empresas privadas que se hacen cargo de los servicios públicos.

  61. La ferviente oposición de Lyell a la teoría de la evolución de Jean Baptiste Lamarck (1744-1829), de la que ya tendremos ocasión de hablar, produjo el efecto paradójico de generar interés por la hipótesis lamarckiana, e inspirar incluso a Charles Darwin, quien se llevaría la obra del gran geólogo durante su largo viaje por los mares del sur, en el cual elaboró las bases de su teoría de la evolución por selección natural. El libro de Lyell fue un hito geológico y buena parte de los catastrofistas abandonó las posturas más radicales respecto de la virulencia de los cambios. La discusión se centró, desde entonces, más bien en si había una linealidad global en el cambio de las condiciones de la Tierra originaria o si se trataba de ciclos iguales e infinitos. Los catastrofistas «aggiornados» estaban convencidos de que las condiciones en los comienzos del planeta habían sido más extremas y los cambios en ella se habían dado en forma más repentina. Así fue que buena parte de ambos bandos se dedicó a cuestiones de índole práctica, tales como determinar la antigüedad de los distintos estratos rocosos. Como sea, los geólogos salieron a registrar estratos en busca de marcas homogéneas, intentando luego ponerlas en relación con aquellos estratos que estaban por encima y por debajo. Distintos personajes nombraron sus propios períodos en los que se especializaron, generando en algunos casos ridículas disputas académicas por dar más importancia a su campo específico (una costumbre que, por otro lado, sigue viva en la actualidad y no sólo en la geología). Ya en 1840 existía un consenso razonable acerca de los diferentes períodos geológicos (más o menos como son aceptados hoy: primario, secundario, terciario, cuaternario), lo cual tendría, entre otros, el mérito de confirmar a Darwin en su teoría de la evolución. Los dos supuestos «bandos» de la geología se dedicaron en buena medida a estudiar cómo se acumulaban los cambios y lo que veían no era tan distinto. Mientras tanto, quedaban afuera las preguntas más controvertidas: ¿Cómo se habían producido esos cambios? ¿Cómo era el planeta en aquel origen? ¿Cómo se había alterado la disposición de las rocas una vez que se habían formado?

  62. Lo que se estaba discutiendo era algo esencial para la cultura humana. Cada gran teoría presenta una cosmovisión, una manera de mirar el mundo: la teoría del océano en retirada mostraba un planeta terminado desde el principio, que podía, mal que bien —más mal que bien, pero bueno— encajarse en la historia bíblica de la Creación y el Diluvio Universal, mientras que el plutonismo, que imaginaba a la Tierra como una máquina en perpetuo movimiento y renovación, exigía, con la mejor buena voluntad, muchos millones de años para la historia de nuestro planeta…El «tiempo profundo»… parece raro, pero no hay otra manera de describirlo. Por debajo de nuestro tiempo cotidiano que medimos en días y años, por debajo del tiempo histórico que medimos en siglos, se desarrollan procesos lentos, increíblemente lentos, que sólo pueden notarse después de millones de años.Tanto Hutton como Lyell demostraban que a lo largo de la historia de nuestro planeta los mecanismos de cambio eran muy graduales, y que —sobre todo— eran los mismos que en el presente y actuaban con el mismo ritmo: los ríos cavaban sus cañadones a través de los siglos; las rocas eran moldeadas por la lluvia a través de los milenios; las montañas se elevaban con paciencia exasperante, por acción del fuego; la corteza ascendía sin que lo notáramos, y una cordillera podía tardar millones de años en formarse.Era una verdadera revolución conceptual: de pronto, tras el rudo golpe de enterarse de que habitaban un planeta que no estaba en el centro del universo, los hombres del siglo XIX descubrían que su tiempo, el tiempo de sus vidas, prácticamente no contaba en la inmensidad de los tiempos geológicos; descubrían que los ríos y los océanos, las montañas y los volcanes eran más importantes y más antiguos que ellos, que sus culturas y civilizaciones.

  63. el siglo XVIII fue testigo de una separación fundamental: en primer lugar, la de la ciencia y la filosofía, pero, como consecuencia de ello, la de todas las disciplinas particulares. Si antes no se concebía una rama de la ciencia sino como una parte de un sistema filosófico general, ahora cada una se arrastraba solapadamente tratando de fortalecer su impulso interno hacia la autonomía. La masa de datos científicos cosechados por la ciencia experimental había sido tan grande que el iceberg gigantesco que tenía en su base a la metafísica, como postulaba Descartes, no podía sino partirse, aunque ninguno de los que pasaron a ocuparse de los múltiples fragmentos pudiera realmente dejar de dar un vistazo en lo profundo para averiguar qué había oculto bajo el agua, buscando un empujoncito metafísico-filosófico que justificara lo que estaba haciendo. Las leyes impersonales que habían sustituido a la Fe eran las que garantizaban la capacidad de flotar del iceberg, pero el secreto de las mismas permanecía enterrado. Aunque el siglo XVIII hipostasió la razón hasta el punto de estar próximo a perderla, como leí en algún sitio, el espíritu continuaba siendo absolutamente optimista: todo se arreglaría, todo se solucionaría. Si algo no se resolvía, sólo era cuestión de esperar: la idea de progreso, que eclosionaría con toda su furia en el siglo siguiente, se fortalecía al fragmentarse el conocimiento en especialidades. Ya no se trataba de grandes sistemas globales que luchaban entre sí, sino que las posturas empezaban a plantearse dentro de las disciplinas: vitalistas contra mecanicistas, neptunistas contra plutonistas, partidarios del fluido eléctrico único contra los que creían en las dos electricidades, sustancialistas contra cinéticos acerca de la naturaleza de la luz y el calor, defensores y detractores del flogisto.Hubo también un doble movimiento en relación con el papel del hombre, tanto en la naturaleza como en la sociedad: si bien por un lado el universo se había sometido a la razón humana y el hombre —el individuo— había empezado a concebirse como el actor central del mundo, la sociedad y la ciencia, al mismo tiempo la percepción de su importancia real en el maremágnum de la naturaleza se debilitaba o, mejor dicho, se adecuaba a la verdadera dimensión que tiene: poca. Pero esa poca importancia no resultaba aplastante ni abrumadora, porque tenía como contrapeso a las poderosas armas de la razón triunfante: estamos en pleno tránsito del barroco al neoclasicismo. Mientras tanto, los barcos de esclavos seguían cruzando los mares, los habitantes originarios de América morían como moscas en el fondo de las minas, y los telares de Manchester imponían al mundo sus mercancías y una nueva forma de colonialismo. Este doble sentimiento de omnipotencia por la racionalidad alcanzada y de inferioridad por la insignificancia de la posición del hombre en la totalidad del universo empezó, como siempre ocurre, por el cielo. Los mecanicistas de la época demostraron la omnipresencia de la ley de la gravitación en todos los rincones del sistema solar y, con el eficaz instrumento del análisis matemático, lograron hacer previsibles las más lejanas consecuencias de las leyes mecánicas conocidas. Por un momento, hacia 1780, su éxito podía dejar la impresión de que la astronomía, donde todo parecía haberse vuelto calculable, estaba terminada. Los grandes teóricos como Laplace y Lagrange elaboraron ad nauseam la mecánica celeste, afinando los elementos y técnicas matemáticas legados del siglo anterior, y desarrollando nuevos métodos cuando fue necesario, en un esfuerzo verdaderamente titánico. Pero aunque algunos resultados implicaban tranquilidad —Laplace probó la estabilidad del Sistema Solar, por ejemplo—, el gigantesco caudal teórico no agregó verdaderas novedades.

  64. Ray y Linneo, muy religiosos, habían estipulado el principio de la absoluta fijeza de las especies, todas creadas por Dios en el origen y que permanecían tal cual a lo largo de toda la historia del planeta… Linneo dio un importante paso organizativo al introducir su nomenclatura binaria (en la cual cada especie es designada por dos nombres, uno para el género y otro descriptor específico), que luego aplicó sistemáticamente a miles de especies y que, sin grandes modificaciones, sigue en uso hoy en día. Así, el género sirve de denominación común a todo un grupo natural: Felis domesticus (gato), Felis catus.

  65. Tradicionalmente, se estimaba según la interpretación literal de la Biblia. El cálculo se hacía siguiendo paso a paso las palabras del Génesis, donde se detallan todas las generaciones, desde Adán a Jesús, y oscilaba, según el teólogo o el científico de que se tratara, entre los cuatro mil y los seis mil años. En 1650, el arzobispo James Ussher, del Trinity College de Dublín, concluyó que la Tierra (y el universo) habían empezado a las seis de la tarde del sábado 22 de octubre del año 4004 a.C. y su contemporáneo John Lightfoot, de la Universidad de Cambridge, discrepó sutilmente, proponiendo el año 3928 a.C. El mismísimo Newton dedicó buena parte de su tiempo a calcular el momento exacto de la Creación, que situaba alrededor de aquellas fechas. La precisión (rayana en la ridiculez) con que se intentaba medir los tiempos para hacerlos acordar con las Escrituras estaba en el aire de una época que todavía no se había metido de lleno en el vendaval ilustrado. Por poner sólo algunos ejemplos, el geólogo alemán Johann Scheuchzer (1672-1733) afirmaba que la aparición de coníferas en los estratos de carbón demostraba que el Diluvio había tenido lugar en el mes de mayo, mientras que, desde Inglaterra, el astrónomo W. Whiston discrepaba cuando, en 1708, aseguraba que había comenzado un miércoles 28 de noviembre.

  66. Los plutonistas negaban que el océano se retirara; es más, negaban que hubiera existido jamás un gran océano universal, y negaban que el agua fuera la fuente del cambio, acaso porque negaban que existiera una fuente del cambio. Aceptaban la idea, muy en boga, que ya habían considerado Descartes, Leibniz y Buffon, de que la Tierra era el resultado de una inmensa masa de fuego —desprendida probablemente del Sol— que se enfriaba paulatinamente; el centro de la Tierra continuaba siendo para ellos una inmensa fuente de calor y de allí venía el impulso geológico: la tierra firme no era otra cosa que roca fundida que se había abierto paso desde el mundo subterráneo y luego se había enfriado. Los plutonistas transformaron los volcanes en la fuerza principal que mantenía las cosas en marcha…primero que se atrevió a arriesgar una cifra fue Buffon, de quien ya les hablé, siguiendo la hipótesis de que la Tierra se había formado a partir de un pedazo que se había desprendido del Sol. Buffon decidió estimar el tiempo que habría tardado una esfera del tamaño de la Tierra en enfriarse hasta alcanzar su temperatura real, y así llegó a la conclusión de que tenía setenta mil años de edad. Para ser exactos, 74.832 años. La cifra produjo una conmoción: era difícil creer que la Tierra fuera tan espantosamente vieja (y en realidad, cuentan las malas lenguas, Buffon había especulado con la espantosa cifra de tres millones de años, pero finalmente optó por dejar de lado algo tan inaceptable… En 1863, el gran físico escocés William Thompson (1824-1907), conocido como Lord Kelvin, retomando la idea de Buffon —la Tierra como una bola incandescente que se enfriaba de a poco—, y afinando los cálculos, confirmó la cifra de Philips: noventa y ocho millones de años. Con reservas: Kelvin admitía que el cálculo era sólo aproximado. Y establecía como edad mínima para la Tierra veinte millones de años. Y como edad máxima, ¡nada menos que doscientos millones.
  67. Tales de Mileto no tenía ni plástico ni papel, pero sí notó que el ámbar (una sustancia resinosa), después de ser frotada, atraía pajillas, plumas y otros objetos livianos. Como la palabra griega que designa al ámbar es «elektron», el buen Tales llamó «eléctrica» a esta fuerza misteriosa y conjeturó que era de la misma naturaleza que la fuerza que arrastra pedacitos de hierro hacia la piedra imán.
  68. En 1790, la Asamblea Constituyente (sucesora de la Asamblea Nacional) aprobó la propuesta de Talleyrand de que se estudiara un sistema de nuevas unidades de pesas y medidas que sirviera para todas las naciones. Muy a la francesa, se decidió adoptar como unidad de longitud una diezmillonésima parte de la distancia entre el Polo Norte y el Ecuador medida sobre el meridiano que cruza París (¡obviamente!): tal medida es el metro, con múltiplos y submúltiplos contados en el sistema decimal, del cual derivan también las unidades de área, volumen y peso.
  69. n su trabajo Recherches sur les ossements fossiles, de 1812, presentó el estudio de 168 especies de vertebrados fósiles, de las cuales 49 eran descriptas por primera vez. Con todos estos esfuerzos, Cuvier lograba unificar y sistematizar la paleontología, que hasta entonces no era más que una colección de hallazgos más o menos inconexos y con frecuencia mal interpretados, convirtiéndola en una ciencia propiamente dicha. Al mismo tiempo, en contra de muchos naturalistas de la época y sin ser geólogo, señalaba el papel complementario que incumbía a la paleontología y a la geología en la difícil tarea de establecer un esquema cronológico de la historia natural. Lo importante de todo esto es que la hipótesis de un arquetipo único implica un origen común, sugiere que las especies han sufrido transformaciones en el curso del pasado y conduce como por un tubo a una teoría de la evolución. De hecho, Saint-Hilaire adhirió a un transformismo radical y adoptó una variante de la teoría de la evolución que Lamarck había enunciado en 1809.
  70. El golpe propinado por Darwin al orgullo humano fue, si se quiere, más violento que el de Copérnico: le quitó el lugar de protagonista de la Creación, amo y señor de la naturaleza, para convertirlo en un accidente más en la historia de la biología. Era difícil de aceptar y no fue aceptado así nomás. En la década de 1920, en los Estados Unidos, una ley del estado de Tennessee prohibió enseñar la teoría de la evolución… ¿Qué mecanismo jugaba en la naturaleza el papel del criador y se constituía en el motor del cambio? Ése era el asunto. Esas cosas estaba pensando cuando, en 1838, cayó en sus manos el libro de Thomas Malthus llamado Ensayo sobre el principio de la población, en el cual exponía una teoría sobre la competencia por sobrevivir que, según él, se daba en la sociedad humana:La población, si no se pone obstáculos a su crecimiento, aumenta en progresión geométrica, en tanto que los alimentos necesarios al hombre lo hacen en progresión aritmética.Malthus sostenía que el único límite para el crecimiento de la población estaba dado por el medio ambiente y la cantidad de alimento disponible.
  71. Si Darwin hubiera leído este libro, se habría enterado de que en esos mismos momentos, en medio del silencio de un monasterio austríaco, un monje llamado Gregor Mendel (1822-1884) publicaba buena parte de la solución a este problema. Pero prácticamente nadie lo leería (a Mendel, no este libro) hasta el siglo siguiente, cuando comenzara a desarrollarse la teoría genética. La polémica que levantó el darwinismo fue tan intensa como la que derivó de la teoría heliocéntrica y todos los biólogos se sintieron obligados a tomar partido, pero los defectos trababan su victoria completa. A fines del siglo XIX y comienzos del XX, aunque ningún científico dudaba de que efectivamente había habido evolución de las especies, la teoría darwinista de la evolución por selección natural era tratada como una hipótesis más. Recién con el desarrollo de la teoría cromosómica que explica la herencia y los cambios y la genética en general, hacia los años 1930, se elaboró la gran síntesis neodarwiniana que dio al evolucionismo por selección natural una solidez absolutamente indiscutible.
  72. ¿para qué esforzarse en vano diseñando tantas especies desde el principio? ¿No era más conmovedor pensar que en un arquetipo (como aquel en el que pensaba Saint-Hilaire) estaba contenida, en potencia, toda la vida que habría de venir? Para la Iglesia Anglicana, por lo menos, la respuesta estaba clara: no. Cuando Thomas Huxley defendió frente al obispo de Oxford la teoría de la evolución y éste le preguntó si él descendía del mono por parte de madre o de padre, respondió con británica y darwiniana flema: Preferiría descender del mono por ambas partes y no tener el minúsculo cerebro de quien formuló la pregunta.
  73. Asimismo, los rasgos seleccionados «positivamente» no están ligados a valores «positivos» trascendentales sino relativos: algo puede ser positivo en un determinado ambiente y negativo en otro. La velocidad, el tamaño, la vista o incluso la inteligencia pueden ser buenos, malos o neutros en un medio ambiente siempre cambiante, y sólo se manifiestan como tales a lo largo de millones de años. La selección natural sólo conserva los rasgos adaptativos, es una fuerza ciega y puramente material. Por supuesto, la tentación de usarla en cuestiones sociales fue inmediata y así lo hizo la corriente del darwinismo social, que aplicó la lógica de la evolución a la sociedad humana, argumentando que las personas y los grupos están sujetos a las mismas leyes de selección natural que había descripto Charles Darwin. De esta manera, por ejemplo, la dominación de un pueblo por otro era entendida como un mero reflejo de una supremacía «natural» legitimada por la ciencia positiva.

  74. fNo ue un viaje corto, ni un viajecito de placer: la expedición duró cinco años. Entre los mareos que le provocaba el vaivén del barco y los intensos momentos que vivía en tierra firme, Darwin tuvo tiempo de leer los Principios de geología, de Lyell, donde el gran geólogo sostenía, como ustedes ya saben, el uniformitarianismo (esto es, la idea de que los cambios en la superficie terrestre son resultado de procesos geológicos en larguísimos períodos). Nuestro viajero, que había partido de Inglaterra convencido, por acción u omisión, de la fijeza de las especies, encontró especies muy próximas y ligeramente diferentes que parecían responder a presiones ambientales: en el archipiélago de las Galápagos pudo ver que entre los pájaros pinzones que habitaban las diferentes islas había diferencias en los picos que se debían a las necesidades alimentarias que les imponía el lugar. A pesar de su formación religiosa, Darwin ya no podía creer.
  75. La operación, repetida al compás de las generaciones, iría lentamente favoreciendo la reproducción de los que tuvieran cuellos más largos hasta dar, mucho después, una jirafa. No era la naturaleza presionando para que los individuos cambiaran ni los individuos esforzándose por adaptarse a la naturaleza (como proponía Lamarck) sino al revés: se producía alguna variación casual en algún individuo y, si tal variación respondía mejor a una presión ambiental, este individuo tendría más posibilidades de sobrevivir y, por lo tanto, de reproducirse.  Aquellas especies que no evolucionan al compás del medio ambiente, por su parte, tienen un triste horizonte por delante: la extinción.

    “Cuando una especie se extingue, no reaparece jamás, ni siquiera si vuelven las mismas condiciones de vida, ya que al perderse la especie madre las formas que pudieran desarrollarse por acumulación de pequeñas variedades presentarían, sin duda, algunas diferencias. Según la teoría de la selección natural, la extinción de formas viejas y la aparición de otras nuevas están estrechamente vinculadas. La antigua idea de que todos los seres que poblaban la tierra habían sido aniquilados por catástrofes sucesivas ha sido abandonada. Opinamos ahora que las especies y grupos de especies desaparecen gradualmente, unos tras otros, primero de un sitio, luego de otro y, por fin, del mundo”.

    Como Copérnico, Darwin tenía todos los datos básicos para exponer su teoría, pero no se atrevía a darlos a conocer y seguía dando vueltas. En 1842 finalmente publicó un boceto y en 1844 un ensayo más amplio que estaba pensado para publicación sólo si él moría. A fines de los cincuenta empezó a preparar un libro de varios volúmenes.

  76. Pasteur comenzó a estudiar la rabia, según se cree, porque de chico había presenciado la muerte de varios de sus vecinos a causa de la mordida de un lobo rabioso. A pesar de sus avances y experimentos, se resistía a probar si los resultados también se verificaban en los seres humanos. Finalmente la realidad lo obligó: el 6 de julio de 1885 el niño de 9 años Joseph Meister llegó a su laboratorio acompañado del médico local y cubierto de mordeduras de un perro rabioso. Los médicos le dijeron a Pasteur que las posibilidades de que se desarrollara la enfermedad eran muy altas y se hicieron responsables de las consecuencias que pudiera tener el tratamiento (ya que Pasteur no era médico). Durante los días siguientes se le inocularon 13 versiones distintas del virus atenuado, cada una más virulenta que la anterior. El pequeño Joseph no tuvo ningún síntoma de rabia.El éxito de la primera aplicación de la vacuna contra la rabia, un azote milenario, no sólo aseguró el triunfo de la teoría de la infección microbiana, sino que repercutió en todo el mundo hasta el punto de que se generó una campaña internacional para juntar fondos que permitieran crear un instituto especialmente dedicado a la rabia. Además, por supuesto, convirtió a Pasteur en una especie de héroe público mundial. Por otra parte, con la masificación de la técnica se multiplicaron los errores y comenzaron a surgir médicos, como el mismo Robert Koch, que se negaban a vacunar a sus pacientes (lo que no impidió que el método se siguiera popularizando): tal vez los médicos no le perdonaban a un químico como Pasteur que se metiera en un campo que le era supuestamente ajeno, como la medicina.Por otra parte, también es cierto que en aquel entonces nadie comprendía por qué funcionaba la vacunación para prevenir la enfermedad. ¿Qué era lo que ocurría? La respuesta llegaría recién hacia fines del siglo XIX, junto con el nacimiento de los estudios sobre inmunología: las células de nuestro cuerpo son reconocidas por nuestro sistema inmunológico; cuando aparece un elemento extraño, se desencadena una respuesta defensiva de este sistema que empieza a producir anticuerpos para neutralizar ese elemento. Al colocar elementos atenuados que no pueden producir la enfermedad, lo que se le está dando al cuerpo es la información necesaria para que se pueda defender en el futuro si llegara a ingresar al cuerpo un microbio capaz de producirla. En 1878, el cirujano militar Sedillot inventó la palabra «microbio» para los gérmenes capaces de provocar enfermedades. Al poco tiempo se descubriría que no sólo las bacterias sino también los virus pueden producirlas. Pasteur murió en 1895, cuando ya llevaba años tan debilitado que prácticamente no podía trabajar.

  77. Aun en 1860 los átomos eran tomados con mucha precaución por los químicos, y no había, por cierto, ninguna prueba de su existencia real. Pero además había otro asunto, un reparo de tipo metafísico y si se quiere hasta religioso. Dalton había supuesto que a cada uno de los elementos químicos —en esa época se conocían ya unos cuantos— le correspondía un átomo distinto, lo cual implicaba que el mundo estaba construido por lo menos con cincuenta bloques básicos elementales. Y esto ya resultaba increíble. ¿Cómo podía ser, argumentaban algunos, que Dios hubiera utilizado tantos bloques distintos para construir el mundo? Entre los detractores de la teoría estaba Humphry Davy, el hombre que puso en el camino de la ciencia a Faraday y que encima había encontrado, él mismo, más bloques, como el sodio, el potasio y el cloro. Era difícil de creer. La vieja obsesión por la simplicidad, la firme y enraizada creencia de que el fondo de la naturaleza es sencillo, la obsesiva convicción de que la arquitectura del mundo es elegante y simple reaparecía una vez más.
  78. Dalton nació en la pequeña localidad inglesa de Eaglesfield, pero en 1793 se trasladó a Manchester, donde habría de vivir el resto de su vida y donde regularmente presentó trabajos ante la Literary and Philosophical Society, que presidió a partir de 1817. El primero de ellos trataba «de la ceguera ante los colores», enfermedad que padecía y que desde entonces se llama daltonismo. Más o menos desde 1800, nuestro amigo venía reflexionando sobre el hecho —bien conocido por los químicos— de que si un compuesto contenía dos elementos en la proporción de cuatro a uno, siempre iba a mantener esas proporciones y nunca 9 a 1, o 4 a 2. Esto es: no importaba qué cantidad de ese compuesto se tuviera, las proporciones siempre serían fijas. Y lo curioso es que, además, involucraban números enteros. Louis Joseph Proust (1754-1826) pudo demostrarlo pesando los compuestos cuidadosamente. Dalton llegó entonces a la conclusión de que este fenómeno era una buena prueba de la existencia de los átomos de Demócrito, dado que se entiende fácilmente si se supone que cada elemento está formado por partículas indivisibles: si la partícula de un elemento pesa cuatro veces más que la partícula de otro y el compuesto se forma al unir una partícula de cada uno, las relaciones de peso serán justamente ésas (4:1) y ninguna otra. Para elaborar una teoría científica de los átomos, Dalton usó esta ley de las proporciones simples y también la ley de las proporciones múltiples, en las que un elemento se combina en dos proporciones definidas, como por ejemplo el carbono, que puede hacerlo con una parte de oxígeno, y da monóxido (CO) o dos y da dióxido de carbono (CO2).

    Y así fue cómo en 1808 dio a conocer estas ideas en su Nuevo Sistema de Filosofía Química, basándose en un nutrido aporte de hechos experimentales y cuatro supuestos.

    • Toda la materia está compuesta de átomos sólidos, indivisibles y completamente homogéneos, es decir, sin huecos en su interior.

    • Los átomos son indestructibles y preservan su identidad en todas las reacciones químicas; no pueden descomponerse para formar otros átomos. Las reacciones químicas implican un cambio en la distribución de esos átomos: las cenizas que quedan después de la combustión y los gases que se liberan son de la misma materia que había al comienzo, pero reorganizada.

    • Hay tantas clases de átomos como elementos químicos; a cada elemento químico corresponde un tipo de átomo definido y específico y, por supuesto, no es posible transmutar un átomo en otro distinto.Hasta aquí, seguía los pasos de Demócrito (salvo en el hecho de que para Demócrito había infinitas clases de átomos), pero el cuarto supuesto iba más lejos:

    • Cada átomo está asociado con una magnitud propia que lo caracteriza: el peso atómico.

    Resumiendo: los átomos daltonianos son sólidos, indivisibles, incompresibles y completamente homogéneos —sin huecos en su interior—; son indestructibles y preservan su identidad en todas las reacciones químicas. Hay tantas clases de átomos como de elementos químicos, a cada elemento químico corresponde un tipo de átomo definido, y difieren ligeramente en peso. Precisamente, la característica que define a un átomo es su peso (peso atómico, para ser más precisos), el encargado de darle entidad experimental y de sacarlos del limbo especulativo.Con estos supuestos, Dalton daba a los átomos entidad científica y experimental, ya que el peso atómico se podía medir y de paso permitía cuantificar completamente la química. Y ahí, justamente ahí, estaba el asunto.

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