- Nietzsche, Marx y Freud constituyen una terna conocida como los «maestros de la sospecha». Así la bautizó Paul Ricœur. Cada uno de ellos pone en duda los cimientos culturales de su tiempo, entre los cuales se encuentra el de «Dios», que tenía un papel único como símbolo del orden del mundo y del más allá. Creían que, a través del superhombre, la revolución obrera o el psicoanálisis podrían liberar a los seres humanos de sus propias cadenas y hacerlos seres plenamente autónomos.La liberación humana comportaba, pues, desterrar a «Dios», símbolo de la opresión. Pero conviene que nos preguntemos si, en el fondo, lo que hicieron estos tres genios no fue sustituir a unos dioses por otros. Es decir, si la promesa mesiánica de una sociedad libre de opresión, el advenimiento del superhombre o la consolidación de la terapia psicoanalítica como proceso de realización humana no constituyen elementos incuestionables que podrían llenar el vacío de sentido que dejaba «Dios». De ser así, como en efecto podría ser, deberíamos cuestionarnos hasta qué punto podemos vivir sin algo que trascienda los avatares del mundo, sin algo que colme la necesidad antropológica de establecer elementos que funcionan como «absolutos» y que otorgan sentido a nuestras vidas, aun en los momentos más duros.
Paranoia se compone del prefijo para, que significa «al lado» o «al margen», y nous, que podemos traducir por «mente» o «entendimiento». Una paranoia —dejando aparte consideraciones clínicas y psiquiátricas— se refiere a un relato mental que circula por unos derroteros que no tienen que ver con lo que sucede en realidad, que no la contacta.¿A qué nos referimos cuando decimos coloquialmente que nos sentimos en un bucle paranoico? Se nos ocurren dos posibilidades: seguramente sintamos o asumamos que pensamos cosas que no forman parte de la realidad, que nos llevan a un evidente «más allá» mental y retorcido; o quizá sentimos que nos desubican de manera demasiado desagradable y, como eso genera vértigo e incerteza, es probable que no sea nada bueno planteárselas.En el fondo, una y otra cosa se conectan entre sí y vienen a expresar algo que muchos científicos o investigadores positivistas llevan diciendo con rotundidad desde el siglo pasado, esto es, que muchas proposiciones de la filosofía metafísica no tienen sentido y denotan una relación paralela y alejada de la realidad. Por otro lado, hay quien incide en lo contrario, es decir, en que la capacidad creativa va de la mano de la puesta en duda de lo que se considera «normal». Al pretender curar el genio humano, en esencia, lo matamos.
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Y ese alguien se pregunta por su propio enigma. Por eso las interrogaciones radicales están ahí, esto es, aquellas que se cuestionan no ya cómo es su realidad, sino por ella. Las mismas que llevaron a un servidor a preguntarse si estaba en un bucle paranoico: ¿por qué existimos?, ¿por qué existe lo otro?, ¿por qué el mundo es como es? O incluso, ¿por qué no controlo mi inconsciente? Preguntas que puede que no lleven a ninguna parte desde una visión psicoanalítica y un verdadero quebradero de cabeza en función de cuándo irrumpen. Pero tarde o temprano aparecen. Son interpelaciones democráticas y republicanas que afectan hasta al más sabio de los sabios y que, cuando de verdad se cuestionan, ponen en entredicho la vida entera, lo cual puede suceder en cualquier momento, es decir, ante un suceso traumático, a la espera de una operación médica, ante un imprevisto, sentado en una plaza o esperando el metro. Va de soi con vivir, así que reprimirlas sí que puede resultar patológico.
- Ya en la Antigüedad clásica, filósofos y científicos se preguntaron por el lugar en el que se encontraban las funciones sensoriales, motoras y mentales del ser humano. La mayoría de ellos decían, como Empédocles o Aristóteles, que era en el corazón, una concepción antropológica que provenía del antiguo Egipto y que explica, por ejemplo, el origen etimológico del verbo «recordar» (cor, «corazón»). Otros, como Hipócrates, consideraban que era el cerebro el centro de gravedad de dichas funciones.No hay que ser muy perspicaz, con todo, para saber apreciar una relación directa entre el desarrollo del positivismo y el avance del conocimiento neurocientífico. El siglo XIX es el gran punto de arranque de lo que hoy se considera neurociencia. Con el descubrimiento de la localización de la función cerebral en el córtex y la estimulación eléctrica en dicha zona se ponían las bases para el estudio autónomo de la actividad cerebral que anticipaba el gran hallazgo: la neurona.Fue Santiago Ramón y Cajal quien extendió la idea de que el cerebro posee, como unidad estructural y funcional, su propia célula. A partir de ahí era posible explicar la interconexión de esas neuronas por medio de un intercambio químico que implicaba la existencia de unos neurotransmisores que lo permitiesen. Con el establecimiento de esta red de conexiones (sinapsis) se abría un nuevo modo de interpretar el aprendizaje o la memoria a través del reforzamiento o debilitamiento de dichas conexiones.
- Sorprendentemente, Roth no se tiene por un científico reduccionista. En una entrevista de 2014 concedida a Der Spiegel considera que, si bien el «alma» es una estructura cerebral que se explica por la misma evolución —de ahí que los animales también tengan alma para Roth, en el sentido de que probablemente compartan una conciencia del mundo y una conciencia de sus emociones, como los humanos—, la reflexión acerca de lo que somos para nosotros mismos está siempre ahí. Pero la pregunta que habría que hacerle es si esta reflexión trasciende el juego sináptico o es producto del mismo, porque, si se trata de lo segundo, en el fondo su no reduccionismo no lo sería tanto, ya que vendría a decirnos que las ciencias no experimentales (sociales, humanísticas) tienen sentido siempre y cuando no interfieran con los postulados de las ciencias biológicas. Una concepción jerárquica del conocimiento en la que lo fundamental y decisivo se juega siempre en el campo de la neurofisiología.
- Conviene diferenciar emoción de sentimiento. «Emoción» se refiere al movimiento hacia fuera de lo vivido, es decir, al acto de conducta que es producido por un estímulo externo al organismo que lo lleva a cabo. Es reactiva y comunicativa, y nace de la misma disposición cerebral para ello. En cambio, «sentimiento» es la sensación elaborada y rememorada de esa emoción,15 y guarda relación directa con una especificidad muy humana: la autoconciencia. Hablamos de «autoconciencia» como la capacidad de ser consciente de que se es consciente, y en consecuencia de que se siente. Seguramente por eso, porque remite a la autoconciencia individual, el miedo, como otros sentimientos fundamentales, es tan personal e intransferible. Cada cerebro elabora su propia historia a partir de la propia capacidad cognitiva. Cada cerebro se siente a su manera. Por eso «miedo» es un término tan impreciso y resbaladizo. Las reacciones emocionales al miedo pueden tipificarse más o menos según su expresión fisiológica, pero el sentimiento de miedo, más subjetivo, es relativo. Además, sabemos que hay miedos innatos y otros construidos, miedos que pueden ser fruto de la herencia genética y otros que son espejo del contexto sociocultural que los desarrolla. Hablar de miedo, pues, es referirse a muchos elementos: la fisiología cerebral que lo soporta, el circuito cognitivo que lo elabora, el significado social que lo proyecta y la vida individual que lo procesa. ¿Cuándo podemos decir que el miedo entra a formar parte de la experiencia humana? Si el lenguaje comienza a desarrollarse antes de la aparición del Homo sapiens, entonces parece plausible asumir la hipótesis de que fue durante este segmento de la evolución cuando apareció el miedo propiamente dicho. Es decir, que probablemente entró en escena en cuanto los homínidos comenzaron a elaborar de manera rudimentaria una comunicación simbólica, cuando se hicieron «humanos» como tales. Una sospecha que se confirma si atendemos al hecho de que, junto al miedo a la muerte, uno de los más genuinos que experimentamos es el que nos suscitan los «otros». En ambos casos, es el miedo a no sobrevivir, a no perpetuarse en la vida, lo que agita el ánimo.
- Pensemos en el miedo más radical de todos, el que nos suscita la muerte. Morir es sin duda un hecho biológico, pero su fuerza reside en su peso existencial. Una lectura biológica no permite más que referirse al final de una vida como si de un apagón general del cerebro se tratara. El problema, sin embargo, reside en cómo se presenta este dato, por qué se da y qué sentido tiene. Es más: gracias a miedos de esta índole se han creado a lo largo de la historia expresiones artísticas, culturales y hasta científicas que asumimos como «progreso». ¿Cómo explicar los avances de la medicina si no es por la voluntad de no sufrir, de no morir, de alargar la vida o de sacar el mayor provecho posible a nuestras capacidades de bienestar? Sin miedo no hay rebeldía; sin rebeldía no hay camino. Así que el problema no es el miedo en sí, sino la utilización que se hace de él. Puesto que vivir es aleatorio e inseguro por definición, de ahí emerge un problema ético y político de primera magnitud. Según cómo se gestione, esta precariedad existencial puede abonar una solidaridad comunitaria o llevar a la germinación de un poder opresivo sobre la vida corporal (biopolítica) que influye directamente en la convivencia de los individuos, consigo mismos y con sus semejantes. Hay quien imagina un futuro en el que el trabajo conjunto de la neurociencia cognitiva, el de la genética y el de la psicología puedan erradicar los miedos en las sociedades humanas.17 Es un noble propósito, ¡qué duda cabe! Pero, a falta de datos, la validez programática de este anhelo responde más a un optimismo cientifista que a una evidencia. Localizar y explicar la dinámica de un proceso en el cerebro (una emoción) no significa forzosamente entenderla ni tampoco comprenderla en toda su magnitud.
- Hay que pedir a las cosas lo que estas pueden dar. Por eso, dice Epicuro, será sabio aquel que cultive la virtud del juicio recto y certero, quien sepa encontrar en las cosas y bienes los placeres que nos convienen. Ni más ni menos. Así que tan perjudicial es para la vida feliz la represión de los placeres mundanos como la entrega acrítica a ellos. Lo mismo sucede con las preocupaciones y los temores. Hace falta un juicio sereno y ponderado para poder domar su influencia en nosotros. Si son situaciones afrontables, cuando lleguen ya lo haremos, y si no lo son es inútil preocuparse por ellas con antelación, porque de todos modos sucederán. La muerte debe ser afrontada así. Es inevitable, evidencia Epicuro, luego es inútil preocuparse por ella. Nada conseguiremos dándole un protagonismo excesivo. Y en todo caso, añade, si atendemos a lo que realmente nos tensiona de su presencia, su horror se desvanece.La muerte nos aterra porque tenemos miedo de ser conscientes de no vivir más. Pero como el bien y el mal residen en las sensaciones y, precisamente, la muerte consiste en estar privado de sensaciones, esta no es nada para nosotros, resuelve Epicuro. Y todavía más: no solo pierde su aura de amenaza, sino que además nos libera de un afán desmesurado por la inmortalidad. «El peor de los males, la muerte, no significa nada para nosotros, porque mientras vivimos no existe, y cuando está presente nosotros no existimos». Así de lapidario. «La muerte no es real ni para los vivos ni para los muertos».Si la muerte no existe y es para todos un horizonte imposible de evitar, ¿por qué perder el tiempo en meditar sobre ella? Siguiendo la lógica epicúrea, lo más sensato sería no hacerle demasiado caso. Pero el argumento sería veraz si no hubiera una radical y verdadera preocupación por la muerte. No es natural no temerle a la muerte, si por «natural» entendemos algo que nace de dentro de las entrañas. Basta con acudir al médico y someterse a una prueba diagnóstica decisiva para nuestra supervivencia para sentir una difusa y tensa inquietud. Por no hablar de cuando uno se halla a las puertas de una operación. Hay algo dentro de nosotros que nos impulsa a vivir, a luchar por mantenernos vivos y a evitar cualquier riesgo que ponga la vida en entredicho.
- Habitamos en el tiempo, pero evitamos la temporalidad porque nos angustia. Pretendemos permanecer en un continuo presente que controla su futuro y que deja que su pasado se difumine lánguidamente. Pero lo que ha sido ya no volverá a ser y cada vez queda menos para llegar al instante final. Decimos saber que es inevitable morir y consolarnos con eso, aunque en el fondo nos cuesta aceptar que algún día eso sucederá de verdad. No queremos acabarnos, y si lo deseamos es porque consideramos que esta vida no merece ser vivida —otra, tal vez. Si Iván Ilich consigue morir en paz es porque de algún modo logra aprovechar su experiencia para saldar cuentas consigo mismo y, sobre todo, con los demás. Es la otra cara de nuestra condición mortal. Él lo hace a contrarreloj y torpemente, cuando no le queda más opción que mirar de frente a su vacua realidad. Pero, al menos, ha podido darse cuenta de lo que de veras importaba en su vida: reconocer el don de una presencia amorosa, de un gesto cómplice, de una caricia acogedora. Algo que, tristemente, solo había podido darle Gerasim, el discreto ayudante del mayordomo. Es incómodo, y hasta contradictorio, pensar el final cuando se trata de desarrollar un proyecto de vida, reconozcámoslo. No obstante, si, como se dice, las cosas se valoran cuando se pierden, no parece muy lúcido esperar a perderlas completamente para luego lamentarse de no haber dedicado más tiempo y energía a ellas. Las respuestas de cómo hay que vivir no vienen por arte de magia. Requieren, como relata Iván Ilich, experiencias y cuestionamientos límite que nos tensionan al máximo. Es la realidad, y negarlo no es en ningún caso una buena estrategia, más si nos referimos a la muerte y sus caras. Entre otras cosas porque eso nos hace pensar en la vida.
- Para los griegos, el amor era polisémico. No es lo mismo amar a una persona que desearla, o amar a la familia que a los amigos, o querer a los seres vivos y al universo en general. Por eso su tradición habla de cuatro grandes tipos de amLa experiencia es la fuente primaria de verdad más potente que hay, pero lleva a cuestas la huella del sujeto. No tenemos la capacidad de ver completamente una determinada escena. La observación se hace siempre desde un punto, que excluye por definición el resto de posibilidades. Ciertamente, se pueden probar diversos puntos de vista, pero siempre nos movemos en el terreno de las perspectivas,or: storge —un amor fraternal, comprometido y estable que evoca un sentimiento protector y filial—, philia —solidaridad, hermandad y amor al prójimo, que suele traducirse por amistad—, eros —un amor apasionado y sexualizado que tiene que ver con la idealización del momento— y agape —el amor más incondicional y universal, que se extiende al bien de todo ser, desde el más inferior al más superior.
- El eros es, por propia naturaleza, insatisfacción. El mito de su nacimiento da cuenta de la trágica convergencia de la opulencia y la carencia. Eros tiene la fuerza de desear lo que no tiene, pero cuando lo obtiene, deja de desearlo. Es la misma gracia que muchos le encuentran al juego erótico. Gozan más del proceso de cortejo y de conquista de aquello deseado que del cuidado de la meta lograda. Y esto que se observa en el mundo de las relaciones también ocurre con cualquier objetivo que uno se proponga. No es que quien más tiene más quiere; es que se quiere lo que no se tiene, porque lo que se posee ya no interesa. No es un bien que apasione. La autoafirmación placentera del logro caduca y se pasa a un ajuste de cuentas interno y desmitificador. Y no puede ser de otra manera: el deseo erótico tiene que ver de manera fundamental con uno mismo, con la voluntad de poseer algo sin lo cual creemos que es imposible lograr un estado de plenitud. Es lo que le sucede a Luisa de Rênal cuando se siente cortejada por Julien, pues ello representa la vía para salir de su vida anodina, la puerta de entrada a un nuevo mundo, a una nueva vida. Y justo por eso constituye un proceso que poco tiene que ver con el ser amado. En el deseo erótico el motor principal no lo otorga el otro, la persona que está enfrente. Más bien, ella es el motivo que pone en marcha el ansia erótica, la fuerza que nos llena y da sentido a la búsqueda.Todos conocemos la tremenda sensación de vacío que nos deja la ausencia de un deseo erótico en una relación amorosa. La chispa se ha ido, decimos. Pero la persona que creíamos que lo despertaba sigue ahí. ¿Cómo es posible? Ese bien superlativo que ella representaba para nosotros ya no es tal.
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Del consecuencialismo no se deriva una concepción caprichosa de la ética. La de Aristóteles es una ética teleológica, es decir, que se dirige a un fin concreto (telos, «fin» en griego), de modo que todo debe estar orientado a la consecución de este fin. Para el estagirita el fin último de todos los fines concretos es la felicidad. Pero por «felicidad» no hay que entender el placer, el honor ni el poder. El bien supremo al que puede aspirar el hombre es a perfeccionarse a sí mismo, llevando a cabo y al máximo las posibilidades de su ethos, su carácter. La vida feliz no es hacer lo que a uno se le antoja, sino ser capaz de ponderar bien si eso que a uno le apetece le conviene en realidad a su proyecto de felicidad. Para saber si se está en el camino de la buena ponderación, Aristóteles considera imprescindible acudir a la razón. El ser humano, como ser racional que es, dispone de una herramienta única que debe desarrollar para encontrar esa felicidad. Aquí Aristóteles no se encuentra muy lejos de Platón o de Kant, ya que también para él la razón es lo que hace diferente al ser humano del resto de seres, de modo que en su cultivo se encuentra su especificidad y singularidad. Aun así, lo interesante en este sentido es el aspecto finalista de la ética aristotélica. Teleológica y práctica, ya que lo uno va con lo otro. A diferencia de Kant, de la experiencia no encontramos un principio ético a priori, y con respecto a Platón, no asume una idea de Bien que guíe la búsqueda ética. Al contrario, en la medida en que uno va viviendo y va interactuando con las cosas que le van pasando es como avanza en la dilucidación de aquello que le conviene en realidad, esto es, en la concreción de su horizonte de felicidad. En este esquema cobra especial relevancia el concepto de «virtud». En la ética aristotélica la virtud se relaciona con la fuerza o capacidad para realizar alguna cosa. «Virtud» proviene del latín virtus, que remite a vir, «hombre», y de ahí, por ejemplo, virilidad. Más allá del denunciable machismo cultural que la idea destila, una persona virtuosa es aquella que es capaz de llevar a cabo una determinada acción de forma satisfactoria. Y lo es porque ha adquirido esa posibilidad, esa potencia. Las virtudes son hábitos que se desarrollan a lo largo del tiempo y que dan como resultado una disposición. Una violinista virtuosa, por ejemplo, es aquella que tiene la capacidad técnica de poder tocar una melodía e interpretarla de tal manera que la distinguen de otro violinista. Y será cada vez más virtuosa en tanto en cuanto sea capaz de perfeccionarla, es decir, de repetir y ensanchar una y otra vez esa aptitud técnica y expresiva. Ser virtuoso es imprescindible para aspirar al proyecto de una vida buena, de una vida feliz, dice Aristóteles. Dependiendo del horizonte de felicidad se potenciarán unas virtudes por encima de otras, pero en toda persona virtuosa aparece una misma constante: su virtuosidad depende directamente de su prudencia. Por eso, para él, solo la persona prudente es la que puede aspirar en realidad a ser feliz.
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Aristóteles la define como la capacidad de descubrir por medio de la deliberación racional el bien de la acción a emprender. Es decir, es la habilidad de saber encontrar por medio de la reflexión qué hay de óptimo y qué no en las acciones que se quieren llevar a cabo. Por lo tanto, la prudencia es el esfuerzo lúcido por leer correctamente una situación y encontrar, tras considerar todas las opciones posibles, aquella acción que ayude a solventar de manera satisfactoria el problema.La prudencia implica saber en qué terreno nos estamos moviendo, qué dinámicas entran en juego en cada momento y cómo desentrañar las posibles consecuencias de las decisiones planteadas para decidir, entre ellas, cuál se cree que razonablemente reporta más beneficios. Una conducción prudente, por ejemplo, es aquella que no se pone en riesgo a sí misma ni amenaza la de los demás; y es obvio que para ello el exceso de velocidad supone una grave imprudencia. Pero conducir a una velocidad demasiado lenta puede ser igual de arriesgado. Por eso es en el justo medio entre los extremos donde se encuentra la opción óptima. No en vano, el código de circulación establece tanto una máxima como una mínima.Ser prudente no implica, pues, tomar una postura conservadora. Al revés: comporta desechar cualquier opción que se considere timorata. La virtud aristotélica se halla en el justo medio entre los extremos. ¿Cómo saber a qué velocidad exacta hay que conducir? Pues dependerá de la situación: si es de día o es de noche; si llueve o no; si hay mucho tráfico o no, etc. El justo medio de cada situación remite a la situación misma, y es la prudencia, la virtud dianoética, la que tiene que ver con la capacidad de razonar, la encargada de iluminar la mejor opción posible.Cada decisión vital, cada relación interpersonal, implica atreverse a buscar la mejor solución factible y plausible en aras de la felicidad final a la que aspiramos, que es luz de luces que guía toda deliberación prudente, toda decisión ética, todo hábito virtuoso. «Es propio de un hombre prudente el ser capaz de deliberar sobre lo bueno para sí y lo que le conviene».
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Conviene ser prudentes para saber encontrar el punto medio en cada situación. Y, en efecto, a la prudencia aristotélica la podemos unir con el deontologismo kantiano, porque el arte de llevarse bien con los demás es el desarrollo de la capacidad, práctica, de tratarnos unos a otros como fines en nosotros mismos permitiendo y potenciando para cada caso la propia felicidad, relativa y compartida. John Stuart Mill (1806-1873), representante del consecuencialismo utilitarista inglés, popularizó aquello de que «mi libertad termina allí donde empieza la de los demás». Al egoísmo ético que supone el principio utilitarista contrapone Mill, como su adecuado contrapeso, la certeza de que no hay verdadera felicidad propia sin la percepción de la felicidad de los demás. Somos animales sociales.Llevarse bien con los demás es un arte, quizás el más exigente, pero no una utopía. A la dialéctica que parte de «arriba», del deber incondicionado que emana del imperativo o de la interpelación absoluta del «otro», sin paliativos, contraponemos la dialéctica que mira desde «abajo», que asume la relatividad de la felicidad y el bien para cada uno como un proceso de constante construcción acorde con los vaivenes de las contingencias. Tampoco hay que caer, por ello, en la distopía, un concepto atribuido al propio Stuart Mill, que, en oposición a la utopía, plantea la elucubración teórica de un modelo que lleva al extremo posibilidades no deseables. Una vez más, Aristóteles, el término medio entre las luces y las sombras: ni enteramente egoístas ni ingenuamente dadivosos, sino prudentes.«Entre el absolutismo y el relativismo, entre el emotivismo y el intelectualismo, entre el utopismo y el pragmatismo», la cuestión es «si el hombre es capaz de algo más que estrategia y visceralismo. Si es capaz de comunicarse. Si es capaz de compadecer». Rompamos una lanza por nosotros mismos y digamos que sí, que somos capaces de eso y de más audacias. Los humanos no somos una pasión inútil.
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Nietzsche, Marx y Freud constituyen una terna conocida como los «maestros de la sospecha». Así la bautizó Paul Ricœur. Cada uno de ellos pone en duda los cimientos culturales de su tiempo, entre los cuales se encuentra el de «Dios», que tenía un papel único como símbolo del orden del mundo y del más allá. Creían que, a través del superhombre, la revolución obrera o el psicoanálisis podrían liberar a los seres humanos de sus propias cadenas y hacerlos seres plenamente autónomos.La liberación humana comportaba, pues, desterrar a «Dios», símbolo de la opresión. Pero conviene que nos preguntemos si, en el fondo, lo que hicieron estos tres genios no fue sustituir a unos dioses por otros. Es decir, si la promesa mesiánica de una sociedad libre de opresión, el advenimiento del superhombre o la consolidación de la terapia psicoanalítica como proceso de realización humana no constituyen elementos incuestionables que podrían llenar el vacío de sentido que dejaba «Dios». De ser así, como en efecto podría ser, deberíamos cuestionarnos hasta qué punto podemos vivir sin algo que trascienda los avatares del mundo, sin algo que colme la necesidad antropológica de establecer elementos que funcionan como «absolutos» y que otorgan sentido a nuestras vidas, aun en los momentos más duros.
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Pero ¿existe la verdad? Por fuerza, algo tiene que ser verdad; no puede ser que todo sea mentira, pues si así fuera, o bien la misma frase «todo es mentira» también lo sería, o bien sería absolutamente verdadera. El problema, entonces, no es si hay o no algo verdadero, sino saber qué es, presuponiendo que se pueda descubrir. Estamos como el romano Poncio Pilato cuando le preguntaba al maltrecho Jesús de Nazaret: «¿qué es la verdad?». Para el positivismo, la respuesta solo puede ir en una dirección, y en parte tiene razón cuando achaca a algunas construcciones filosóficas excesos discursivos que poco tienen que ver con la realidad. Pero pretender llegar a una visión directa de la realidad sin intermediación subjetiva —una experiencia pura— es una contradicción en sí misma. En primer lugar, porque la misma noción de experiencia presupone un sujeto que la experimenta. Si las experiencias son el impacto que algo (un cerebro) o alguien (yo, tú, él) expresa a tenor de una determinada interacción con algo externo a él, entonces es evidente que estamos ante dos polos: algo/alguien que experimenta y lo que es experimentado. Por otra parte, no es indiscutible que esa experiencia sea directa y verdadera siempre, ni hace falta recurrir a los sueños o a los espejismos, que uno comprueba a posteriori que eran eso, sueños y espejismos. Pensemos en el daltonismo y en la dificultad para advertir los colores como el resto dice hacer. El daltónico, a quien desde fuera le certifican que tiene problemas para diferenciar matices rojos, verdes y azules, ha de creer que eso es efectivamente así. Su experiencia le dicta otra cosa. La experiencia es la fuente primaria de verdad más potente que hay, pero lleva a cuestas la huella del sujeto. No tenemos la capacidad de ver completamente una determinada escena. La observación se hace siempre desde un punto, que excluye por definición el resto de posibilidades. Ciertamente, se pueden probar diversos puntos de vista, pero siempre nos movemos en el terreno de las perspectivas.
- Cada cual encuentra su manera de canalizar las preguntas que lo inquietan; por eso hay filosofía de casi todos los aspectos de la vida: de la ciencia, obviamente, pero también de la religión, de la política, del arte, de las profesiones, de la tecnología, de las relaciones, de la medicina o de cualquier otra disciplina imaginable. Cada uno debe encontrar su canal. De ahí que la filosofía y su historia puedan estimular, sugerir e incentivar la propia senda del pensar, aunque no ofrecer un elenco completo de respuestas. A lo sumo, despierta la pasión por la pregunta y por aprender a vivir en el espacio intermedio del que interroga, del que sabe cosas, pero quiere saber más del que alza el vuelo en busca de la bóveda celeste sabiendo que los pies están para pisar la tierra.